La música del camión de helados aún suena en mi cabeza. Recorría el barrio sin día, horario, ni ruta fija, usando este recurso para llamar la atención de sus clientes, niños de la década de 1980 como yo. Era blanco con azul y tenía pintados algunos de sus productos: el sundae —que veían en una gorra beisbolera de plástico—, el cono de crema blanda de vainilla, el baloncito que traía helado en su interior.
En los anaqueles de la cocina de esa casa inolvidable de mi infancia, íbamos apilando las gorras beisboleras de colores, una encima de otra. Mi papá era el más fanático del sundae, de melocotón si mal no recuerdo. Yo siempre he sido chocolatera cuando a salsas de helado se refiere. Pero quizás lo que más comía era cono del blandito de máquina, que se derretía muy fácil, y yo, tardándome en chupar, me lo regaba sobre la ropa. Por fortuna estábamos en la casa, pero nunca me ha gustado verme con chorretes (qué decir de mi mamá que era la encargada de quitarlos).
Creo recordar un sentimiento de angustia cuando oía el camión a lo lejos y mi papá y mi mamá no estaban en la casa. De nuevo, un recuerdo, a lo mejor también dudoso, me dice que Mariela buscaba monedas que quizás habían quedado por ahí, a ver si acaso podíamos comprar aunque fuera el cono más sencillo. Difuso también está el resultado de esa gestión, que creería daba frutos, porque hoy pienso que nos comimos un helado cada vez que quisimos. Mi papá y mi mamá eran estrictos, pero en cuestión de mecatos, más bien alcahuetas, con sus límites.
Un tiempo después descubrí que los camiones de helado (si, los, no era uno solo como yo pensaba), eran guardados en un parqueadero cerca de la casa de mi abuela en el barrio Prado. Para los que no tuvieron el privilegio de conocerlos, eran grandes, como los de las empresas de correo gringas, con ventanas a lado y lado para la atención de los clientes. Una suerte de antecesores de los food trucks de hoy. Cuando salimos de Malibú a vivir a El Poblado, aunque yo ya era una adolescente, además de la barra de amigos y el parque, el camión de helados fue una de las cosas que más extrañé.
No he vuelto a ver otros parecidos. Por mi casa actual pasa el heladero a pie arrastrando su carrito, tocando la campana y diciendo “helado, helado…”. Nada en contra, pero me resulta menos atractivo que el camión de mi infancia. Igual, al advertir su presencia es inevitable pensar en los niños de mi edificio contando monedas y billetes en su apartamento, o hasta pidiéndole al portero prestado mientras llegan sus papás para poder comprar, aunque sea la paleta más barata.
Todo esto vino a mi mente viendo el noticiero esta semana, cuando entrevistaban a un médico en las afueras de un hospital de Gaza, con un camión de helados de fondo. “‘La morgue del hospital sólo puede albergar diez cadáveres, por lo que hemos traído congeladores de helados de las fábricas de helados para almacenar un gran número de mártires’, dijo el doctor Yasser Ali, del hospital Shuhada Al-Aqsa en Deir Al-Balah”, leo en el diario La Vanguardia de España.
No me saco esa imagen de la cabeza, como no deja de sonar la música del camión de helados de mi niñez. La única angustia que debía suscitar el camión de helados es la de no contar suficientes monedas para comprar un cono. Un símbolo de la inocencia y el disfrute alberga hoy, en tierras del Medio Oriente, el dolor, el sinsentido, la barbarie humana.