Un volcán con balcón

Estamos en alerta naranja. Y no sólo por el volcán del Ruiz, que desde hace semanas amenaza con escupir la lava que le achicharra el alma. Hay otro, que por cráter tiene un balcón, cuyo magma es aún más explosivo: radicalismo, mesianismo, populismo, autoritarismo y otros ismos que le inflaman la panza. Es el de la Casa de Nariño, que si se llega a activar deja el territorio nacional vuelto un m…, me da pena decirlo. Mas no es apresurado pensarlo, ajusta nueve meses en un solo tremor -estilo las caderas de Alcocer- por cuenta de los rasgos napoleónicos del Jefe de Estado, contenidos a medias por la banda presidencial.

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La diferencia entre los dos es que de este último sí se puede prevenir el estallido. Con democracia. Sí, señores, la imperfecta y nunca tan bien valorada como ahora, democracia. En el discurso de posesión, el nuevo mandatario se había mostrado conciliador y demócrata; en los últimos días: conflictivo y dictatorial, ensimismado y sabelotodo; quiere conseguir a cualquier precio una Colombia a la medida del reconocimiento internacional que sueña, así sea pasando por encima de los otros dos poderes. (El derecho constitucional es asignatura que le quedó pendiente, está muy claro). Vaya usted a saber cuál de los dos Gustavos es el de verdat, qué inquietut. Habrá que esperar a que se le pase la chiripiorca y deje esa viajadera. Y esa tuiteadera y esa peleadera y esas poses de rockstar. Para liderar las reformas que el país necesita. (¿Será que la democracia le quedó grande? Mjjj… Todavía me aferro a un débil rayito de esperanza).

Para gobernar no sólo a las huestes que lo abanican, idolatran y temen; a todos: seguidores y detractores. Porque si bien su triunfo en las urnas fue legítimo, no se debió a que doce millones de colombianos comulgaran con sus ideas; muchos lo auparon para hacerle el quite al ingeniero que por fortuna no quedó -a propósito, pronta recuperación, está mal de salud-, seríamos hoy una república de tira cómica. (A los que no apoyamos a ninguno de los dos, advirtiendo que el uno sería una vergüenza y, el otro, un tiro en el pie, el tiempo nos ha dado la razón: votar a conciencia, así sea en blanco, será siempre la mejor opción). Haber ganado, pues, no significa que a Petro se le haya otorgado patente de corso para hacer lo que le dé la gana; tampoco para que etiquete de malos ciudadanos y peores seres humanos a quienes no le comen cuento, ni le marchan con la sumisión que exige; y mucho menos para que esgrima el arma de doble filo de arrear la gente a la calle.

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Le llegó, pues, la hora al Congreso que, a pesar de estar repleto de políticos gigolós que se venden al mejor postor, se enfrenta a una oportunidad de oro: demostrar que no es inferior al momento incierto que atravesamos y a la votación por la que fue elegido -mucho mayor que la del presidente- y al deber y el derecho que tiene de legislar para 50 millones de colombianos. Dios nos libre del unanimismo burocrático.

ETCÉTERA: No la tienen fácil los congresistas independientes, preparados y bien intencionados; son pocos, pero los hay. Tampoco los jueces que imparten justicia sin sesgos politiqueros, que también los hay. Mejor dicho, no la tiene fácil casi nadie en estos tiempos que corren. Los del poder total.

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