/ Julián Estrada
No fue un desayunito cualquiera ¡No! Fue un señor desayuno. Y es que cuando hay sobreoferta de manjares, el asunto es muy sencillo. La cocina caucana es una maravilla; se trata de una mezcla de fogones con sabores indígenas, con sabores negros, con sabores de campesinado mestizo, con sabores de cocinas conventuales, con recetas de la realeza patoja o, en mejor lenguaje, recetas de la aristocracia popayaneja, la cual ha sabido sofisticar todos los anteriores y les ha puesto su “sello de clase”. Así las cosas, estar invitado a desayunar en una hacienda caucana o en una casa de rancia familia ubicada en el centro colonial de la ciudad, es un privilegio gastronómico, porque no solo se trata de la variedad y la calidad de los manjares sino del encanto muy especial que tiene literalmente una Buena Mesa: por su lencería, su vajilla, sus cubiertos, sus aromas y, ante todo, por la amabilidad de sus anfitriones, amén de la calidez de su servidumbre. Este desayuno de alto turmequé se convierte así en un auténtico desayuno sibarita, donde todo es delicioso, desde el principio hasta el fin, incluyendo una sabrosa conversación con adobada despedida.
Aclaro que el desayuno al cual voy a referirme nada tiene que ver con el descrito en líneas anteriores; por el contrario, es un desayuno que no había desgustado en mis anteriores viajes a Popayán. Me explico: en los últimos diez años he visitado Popayán más de siete veces con motivo de su congreso gastronómico* y en cada viaje procuro disfrutar del abanico de posibilidades que existe para desayunar en la ciudad. Jamás olvidaré mis desayunos de la plaza de mercado (Galería Bolívar), mis desayunos del Hotel Monasterio, mis desayunos franceses de la hostería Camino Real; mis desayunos al borde de la carretera en Cajibío, a pocos minutos de Popayán; todos los he disfrutado sin la más mínima agriera… pero mi última desayunada fue verdaderamente una sorpresa.
Salí de mi hotel a caminar a las 5:30 am con el firme propósito de regresar para devorarme el desayuno de mi tarifa. El sol estaba retardado, nadie en las calles. No había recorrido dos cuadras, cuando de manera súbita se me caló por la nariz un espectro de aromas que mi memoria gustativa no lograba descifrar. Mi estómago me dio la orden inmediata de mandar para el carajo mi saludable caminata: ¿Dejar de comer por haber comido? ¿Cuál desayuno de hotel? Hágale ya, Juliancito, que de esto no preparan en Medellín. A 20 pasos encontré un lugar incólume. No había freidora ni olores de manteca. Lo frito ya estaba frito e impecablemente dispuesto en limpia e iluminada vitrina con bombillo. Allí brillaban chorizos y costillitas, amen de esféricas y rebosadas papas rellenas en compañía de doradas y diminutas empanadas con ají de maní. Al fondo del pequeño local se erguía un horno de cuatro gavetas de donde habían salido desde las 5 am pandebono, almojábana y pandeyuca y cuyas existencias reposaban sobre una mesa con mantel de cuadros, cual instalación de arte contemporáneo. El aroma del buen café se disputaba la atmósfera y salió ganando. Me senté solo en una de las únicas dos pequeñas mesas. Me atendió una mujer que emanaba aromas de jabón con pelo mojado y sonrisa de propaganda. Con solo saludarla, reconoció en mí a un forastero y cual cicerone culinaria me aconsejó desayunar con un tamalito de pipián.
Probé de todo, y todo estaba absolutamente delicioso. Apenas clareo comenzó a llegar la clientela. Eran las 6 de la mañana. Vendedores de prensa, taxistas, celadores, señoras del los tintos en oficinas cercanas, vendedores de lotería… todo el mundo me saludo amablemente. Paradójico: yo, en mi permanente locha, acababa de desayunar donde desayunan como reyes quienes madrugan a trabajar. Fue un señor desayuno. *En mi próxima columna hablaré sobre este último congreso.