/ Julián Estrada
Consecuente con mis dos últimas columnas, hoy voy a referirme a mi sentada a manteles en uno de los varios hoteles donde acostumbro paliar mi hambruna, cuando bajo de El Retiro a Medellín para hacer mis diligencias del diario vivir. Escribo esta columna con el placer de haber disfrutado de un amable desayuno, en un hotel que conozco hace más de cuarenta años y donde por avatares de la vida había desayunado muchas veces, pero nunca su calidad había conquistado mi apetito de glotón.
Inicié mi jornada del lunes 11 levantándome a las 4:45 de la mañana, es decir sin trinar de pájaros y aún a oscuras. Desde el momento en que mi hambre (léase h.a.m.b.r.e. y no hombre) llegó a la puerta del comedor, dos cosas me impactaron completamente: la primera me entró por la nariz, la segunda por los ojos. El aroma de café estaba al tope y la calidez del comedor invitaba a apoltronarse. Desayuné a mis anchas, sin afán, saboreando cada bocado, repitiendo café y leyendo parsimoniosamente mi prensa matutina en un comedor sin comensales y con tres meseros prestos a atenderme cada vez que los miraba. Tomar una decisión mesurada entre docenas de jugos, yogures, frutas al natural, frutas en almíbar, cereales, dátiles, quesos, mantequillas y jamones es un verdadero sacrificio; pero el asunto se vuelve más complicado cuando habiendo rebasado el glosario de productos mencionados, nos topamos con media docena de samovares de hermosa confección (en forma de ollas campesinas) y cuyos contenidos marcan la diferencia con todo lo anterior, pues en ellas reposan manjares criollos de nuestras cocinas regionales, las cuales aseguran una excelente representación de nuestra culinaria en el comedor de un hotel con prestigio internacional.
El desfile se inicia con un consomé de gallina para enguayabados o comensales del altiplano; sigue la fuente de arroz vallecaucano, luego el recalentado de fríjoles paisas, enseguida las alitas y costillas asadas; de penúltimo, unas papas en cáscara, salteadas con cebolla junca y tocineta y, por último, está la olla de fajitas de carne, de insinuante sabor. Todo lo anterior nos demuestra cómo una organización hotelera colombiana (Hoteles Movich) ha logrado revindicar nuestros manjares criollos para ubicarlos orgullosamente en su oferta del desayuno, refutando la equivocada idea de que solo puede haber desayunos criollos de calidad en las plazas de mercado, o en cafeterías y comedores populares.
Eran las siete de la mañana cuando doblé mi servilleta; obviamente, desayuné como un obispo en vacaciones, sin el más mínimo remordimiento. Dejé mi carro parqueado en el hotel y baje caminando cinco cuadras para cumplir con una cita a las 7:30… comencé mi lunes con el pie derecho.
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