/ Julián Estrada
Actualmente, el tema que más se destila en el periodismo gastronómico es analizar la apertura de un nuevo restaurante, ejercicio amable y relativamente fácil. Asunto muy diferente y con visos de dificultad es escribir sobre lo contrario: el cierre de un prestigioso restaurante. En Medellín, el negocio conocido como restaurante de categoría propiamente dicho, es decir, lugar con meseros de corbatín y oferta de cocina a la carta (platos diferentes a la sopa y seco de la casa familiar), sólo comienza a funcionar en la década de los 40 del siglo pasado. Cuando reviso con minuciosidad mis borradores sobre La historia de los restaurantes en Medellín (1), una de las conclusiones más contundentes que observo es la precaria duración de aquellos lugares que comenzaron con un éxito incuestionable, pero que cinco años más tarde solo estaban en la memoria de sus dueños. Superando mis aficiones de historiador y esculcando mis archivos de glotón, no exagero si afirmo que desde finales de los años 80 hasta la fecha alcanzo a contabilizar más de 18 restaurantes (léase docena y media) cerrados en “aparente” pleno auge… y digo “aparente”, pues en estos avatares de la buena mesa en el Medellín gastronómico, lo que para unos es solomito para otros es carne de sancocho.
He aquí el meollo del asunto: el comensal antioqueño no es propiamente “perita en dulce” y por eso la frase que constantemente se ventila de boca en boca entre los empresarios de la buena mesa: “La clientela paisa no es difícil… es demasiado difícil”. Hasta hace pocos años el problema era de cultura provinciana y de remilgos de crianza; afortunadamente las cosas han cambiado, aunque algunas continúan vigentes, por ejemplo aquella que más caracteriza al comensal antioqueño: la austeridad, ejemplarmente transmitida por sus antepasados. Aclaro: soy propietario de un restaurante y me debo a una excelente y asidua clientela que espero sepa comprender este comentario de solidaridad; por lo tanto, de manera muy respetuosa considero que la comensalía regional no es fácil de complacer, convirtiéndose en la razón fundamental por la cual mi colega de Mystique tomó tan osada decisión.
No es lo mismo el restaurante de un chef… que el chef de un restaurante. Juan Pablo Valencia le dio una impronta a su restaurante que se acercaba, y bastante, al más riguroso calificativo que puede recibir un sitio de esta índole: impecable. Augusto Merino (presidente del Círculo de Comentaristas Gastronómicos de Chile) opinó de Mystique con los más altos elogios y se sorprendió por su estilo, por su magnifico chef y por su maravillosa atmósfera. José Rafael Lovera, prestigioso historiador venezolano y director del Centro de Estudios Gastronómicos de Caracas, consideró a Mystique como un restaurante de talla mundial. La decisión de Juan Pablo me dejó triste; sin embargo, estoy convencido de que “el gladiador que él lleva por dentro” lo pondrá a triunfar en otras arenas. Con el cierre de Mystique el que verdaderamente perdió fue Medellín.
(1) Documentación que aumenta año por año, iniciada en 1995.
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