Hace más de 35 años que practico diariamente esta reconfortable acción y no guardo el más mínimo remordimiento, por el contrario soy una defensora de sus beneficios y respeto a quienes se oponen por una u otra razón a tan sencilla y provechosa práctica. Hay siestas de siestas, pero la clásica es aquella que hacemos después de almorzar en los albores de la tarde. Comienzo por decir que yo no quedo bien almorzada si no hago siesta, mejor dicho, nada es para mí más mortificante que una invitación a un restaurante y saber que no cuento con tiempo disponible para mi ritual de descanso. Y digo ritual, porque para mi la siesta es exactamente eso: preparo mis almohadas, procuro la penumbra, cierro puertas, saco prendas estorbosas de mi cuerpo y tal y como la define el diccionario (echarse a dormir después de comer)… me echo a dormir.
Hay quienes se conforman con 5 minutos de reposo; yo pertenezco a los de una hora exacta y con frecuencia una ñapita de más; eso sí, me levanto como una rosa. Quede claro que no soy de las que le hago siesta a un tinto, es decir no soy una perezosa empedernida, pero sí soy una saboreadora innata de tan elemental ejercicio, razón por la cual procuro pensar en él todos los días, convirtiendo este momento no en una rutina, sino en un auténtico placer cuyo resultado final es la recuperación de mi energía a través de ese rato de locha.
No me cabe en la cabeza y mucho menos en el estómago un sancocho o una frijolada sin siesta. Sancocho y frijoles son dos platos que procuro programar para mis fines de semana con la clara intención de reforzar el placer de mi siesta. Me explico: un buen sancocho o una buena frijolada exigen -gastronómicamente hablando- unos tragos de aperitivo: 3 ó 4 aguardientes sabatinos o dominicales antes de almorzar, me preparan no solo los jugos gástricos sino también los párpados y cual perrita domesticada una vez satisfecha, a mi hamaca voy a dar.
Ahora bien, tengo entre mis diferentes tipos de siesta, una muy especial; me refiero a la siesta al desayuno, la cual si bien no practico diariamente, al menos intento hacerlo 2 ó 3 veces por semana. Y no se trata de holgazanería, es más bien una encantadora manía de iniciar el día con un sueñito suplementario motivado por la satisfacción de un suculento y parsimonioso desayuno, especie de autopremio que nos otorgamos quienes hemos renunciado a una vida con afán.
Afortunadamente no soy remilgada para este asunto de mi siesta y me la invento esté donde esté, con tragos y sin tragos, en tierra fría o tierra caliente, en mi casa o fuera de ella, acomodándome a cualquier circunstancia. Más de una vez me he profundizado en sofás ajenos, en catres desvencijados, en poltronas de ultramar y sobre hojas y hierbas a la sombra de un árbol en cualquier potrero del mundo.
Seguramente más de un gastrónomo no estará de acuerdo conmigo en considerar este tema de la siesta como un aspecto propio a la gastronomía. Para mí la gastronomía deriva del sibaritismo y sibarita que se respeta no solo goza de los placeres de la mesa, sino igualmente de aquellos de la cama en toda su extensión. La verdad sea dicha, no estoy preparada para sostener discusiones conceptuales que cuestionen el encanto que produce el hambre satisfecha, con la profundidad de un buen sueño.