Muchos lectores esperábamos, ansiosos como siempre, el segundo jueves de octubre para enterarnos del nuevo Premio Nobel de Literatura y correr a buscar sus libros, en caso de que nos fuera poco o nada conocido.
Es que ha habido unos palos…
Eso por un lado y por el otro, no por interesante que resulte un escritor para los miembros del jurado, tiene que resultarlo también para los lectores del común. (Hablo de los que somos compulsivos, caóticos y viscerales; para quienes el click con el texto importa más que la fama del autor).
Y este año el Nobel hizo ¡Bob!
El cantautor norteamericano Bob Dylan se lo llevó por “haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana”.
Los apostadores y los críticos literarios que se la jugaban por el japonés Murakami (“Tokio Blues”, que me la empaquen); el poeta árabe, Adonis (revelación para Occidente) y el keniano Ngugi Wathiong´o; y los norteamericanos Don DeLillo y Philip Roth (me encanta el segundo) se rasgaron las vestiduras ante lo que llamaron una burla, una pifia, una provocación al mundillo –a veces rancio– de la literatura.
Que “la literatura no se merecía la incapacidad de la Academia Sueca”; que “el mundo literario está de luto”; que el culpable fue Horace Engdahl, uno de los baby boomers de la Academia –el sillón número 17–; que… Derecho al pataleo.
Y a los que no somos ni apostadores ni críticos ni partícipes del glamuroso círculo de las letras, igual nos cogió por sorpresa la designación de quien ha puesto letra y música a buena parte de nuestras vidas.
¿Bob Dylan???
¿Y Paul Auster, Joyce Carol Oates, Kundera, Marsé, Goytisolo, Fernando del Paso, qué?
¿Qué pensarán Borges, Virginia Woolf, Cortázar, Joyce, Kafka, César Vallejo, Italo Calvino, si es que todavía piensan?
Pero, a pesar de ser locos por los libros, no nos ofendió la elección, mucho menos nos escandalizó.
Hay que verla como un desafío a la creencia de que entre lo culto y lo popular hay un muro de hormigón; como un volver la mirada a las raíces de la literatura que parten del trabajo de los juglares (de haber llegado al frío La Piragua de José Barros, por ejemplo, a lo mejor el primer Nobel colombiano no se apellidaría García Márquez); como un signo de los tiempos que cuestiona cultos.
Y ojalá fuera un mensaje irreverente para allanar el camino entre las artes –lo cual no equivale a acabar con la majestad de la literatura–, pero no creo. En un país nórdico, monárquico y resuelto no tienen cabida las irreverencias. Sobre todo tratándose de un Premio salpicado por la correcta política y el eficiente lobby (qué lo diga Vargas Llosa que casi desespera en la espera), como lo es el que nos ocupa.
Dicen que sin la música, las letras de Mr. Bob apenas se defienden. Pues… Discrepo. Me parece mejor poeta que cantor. (Hace diez años estuve en un concierto suyo en Alcalá de Henares –España– y me impactaron el tiempo que se hizo esperar –cuando subió al escenario ya se contaban por decenas los borrachos y drogados que salían del potrero en camilla–, la nula interacción con el público y el éxtasis en cada una de sus interpretaciones. La multitud, incondicional).
Lo cierto es que mientras medio mundo celebra o ataca la designación, al agraciado parece tenerlo sin cuidado. Con el montón de reconocimientos que tiene –Príncipe de Asturias, Orden de las Artes y las Letras, Medalla de la Libertad, Pulitzer honorífico, Globo de Oro, Grammy–, uno más, así sea el más codiciado, ni le quita ni le pone a la gloria que ya le pertenece.
Fiel a su silenciosa personalidad, no ha dicho ni mu. Las llamadas oficiales y el asedio de los medios parecen resbalarle.
Y no sería de extrañar que al igual que Sartre y Solzhenitsyn, rechazara el galardón. Tercer batacazo en 115 años del Premio.
Siempre hay una primera vez, y el Nobel de Literatura a Bob Dylan ha sentado un precedente.
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