Arturo, Iván y Alfonso son los primeros en entrar, los últimos en irse, los únicos en no faltar. “Este es nuestro plan de todos los fines de semana. Es nuestro lugar para reunirnos, ver fútbol, estar en familia”. Un par de escalas más abajo, y con una camiseta de Nacional, Juan Carlos Rojas lleva a su hijo, que juega en una escuela de fútbol del municipio. “A los niños les dan la entrada, y es bueno acompañarlo a que vea un poquito de fútbol”. El plan en el estadio de Envigado es otro cuento.
En Envigado no hay barras bravas. No hay hinchas visitantes rabiosos porque no pueden ir con su camiseta, no hay hinchas locales exaltados pidiendo dar otra vuelta, o que le presten la camiseta a la hinchada que la suda más. Nada, solo hay unas mil personas, gente de edades diversas, y algo que se ha perdido en el fútbol: familias.
Iván, el señor de la última fila, tiene 76 años. Va con su camiseta naranja, y acompañado de su hijo, que no lo desampara. Otros días va con un nieto, o con otro de sus hijos, por su condición de salud. “Pero como en Envigado no pasa nada, no hay problema en venir”, sostiene Iván.
Durante más de 15 años estuve en el Atanasio Girardot, muchas veces por gusto, otras muchas más porque mi trabajo lo pedía. Mi adolescencia y comienzos de adultez las pasé entre el cemento y el plástico del estadio de la carrera 74. Comencé en 1987, en un Once Caldas-Nacional, cuando apenas empezaba en la primaria, yendo con mi papá y mi hermano (ambos hinchas verdes). Luego seguí asistiendo con amigos. O hasta solo. Los últimos años iba por trabajo, pero iba religiosamente. Pero dejé de ver a los niños. Y también dejé de ser hincha, aunque respeto y entiendo tanto al hincha que va a ver su partido lleno de sentimiento, como al que se rompe la garganta alentando. Pero hoy soy otro.
Hoy, según el partido, a las tribunas populares no pueden ir menores de 14 años, en otras menores de 7. Yo no hubiera podido ir a mi primera docena de partidos. Tampoco veía abuelos, como don Iván, el que va a Envigado. Hoy priman las medidas que buscan garantizar la seguridad y el orden público. Y está bien, el espectáculo es diferente al que me tocó hace tres décadas. Nada qué hacer. Nos sometemos a las nuevas reglas del juego.
¿Qué hacer? Pues buscar algo diferente. Y eso lo encontré en las tribunas de Envigado. Ya estoy lejos de ser el niño que fue al Atanasio en 1987, y aún me falta para de la edad de don Iván, que llega acompañado. Pero me disfruto más el Parque Estadio Sur que el Atanasio. Sí, allá no se dan vueltas olímpicas, no se ve el trofeo de Copa Libertadores, no se ven finales (o sí, de la Primera B). Sí se ven figuras jóvenes, que terminan con la 10 del Real Madrid y siendo goleadores en México. También se ven algunos veteranos que vienen a desparramar sus últimas pinceladas de fútbol en un ambiente lejos de la presión mediática y de los hinchas. Pero, sobre todo, se ve fútbol con tranquilidad, sin corretear a la salida, sin averiguar en qué estación del Metro me debo montar por mi color de camiseta. Sin saber si el Policía es amigo o me confunde con un desadaptado. “Acá la tanqueta la sacan a darle vuelta, acá no pasa nada”, explica don Arturo, quien viene con su cuñado Alfonso, pese a que entre ambos suman 150 años de vida.
La sensación en Envigado es la que me contaba mi papá de los partidos de Selección Antioquia: ver un puñado de pelaos que van a ser figuras, pero todavía lejos del ruido de los grandes equipos. Acá se suma que, sí estamos con suerte, vemos un par de seleccionados nacionales (casi siempre en el equipo rival). Pero lo bueno es que lo puede ver el niño de la Escuela de Fútbol, como el trío de Iván, Alfonso y Arturo, pese a que los separan más de 65 años de vida. Andrés Orozco, capitán del sufrido, pero hoy clasificado equipo naranja, la tiene muy clara. “Envigado es un estadio para familias. Para reencontrarse con esa alegría de ir a una tribuna”.
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