Cuando la costumbre era comer en casa, los olores inundaban la atmósfera, insinuando a cada cual el almuerzo propio, o el de su vecino.
Después de un año de pandemia, muy pocas son las repercusiones amables que han surgido en nuestra vida. Volver a almorzar en familia es tal vez una grata consecuencia que nos ha dejado este enclaustramiento obligado.
Almorzar en familia fue una costumbre que perduró arraigada en nuestra sociedad durante más de tres siglos; en otras palabras, desde los días de juventud de los bisabuelos de nuestros abuelos, la hora de la sopa en casa era una institución meridiana que convocaba de manera obligatoria a todos los miembros de las familias paisas.
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Hasta la década de los años 60 del siglo XX, llegada la hora del almuerzo, gobernador, alcalde, gerentes, banqueros, mensajeros, ascensoristas, porteros de edificios, policías y ladrones, tomaban rumbo hacia el lugar donde horas antes habían desayunado. Los taxis se agotaban, los buses se llenaban, los colegios suspendían labores, e igual acontecía con universidades, fábricas y talleres. El centro de la ciudad quedaba abandonado y una calma chicha lo invadía; se iniciaba el regreso a cada casa por entre calles del barrio, en donde el olor de tajada madura, el ruido de la olla pitadora, los vapores de fríjol y los aromas de posta sudada, sancocho, hogao, arepas quemadas, chicharrones y costilla de cerdo frita, inundaban la atmósfera, insinuando a cada cual el almuerzo propio, o el de su vecino.
Iniciando la década de los 80 se consolida la jornada continua de trabajo, repercutiendo en el montaje de restaurantes, autoservicios, corrientazos y plazas de comidas en centros comerciales. Entre el año 2000 y el 2010, el negocio de comida se vuelve la panacea, y brotan como espárragos restaurantes chinos, mexicanos, peruanos, japoneses, italianos, tailandeses, panaderías europeas, parrilladas argentinas, churrerías y cafés especializados, donde los millennials y centennials de clase media y alta llevan casi dos décadas atrapados por una variada sobreoferta de cocinas y sabores, causante principal del absoluto desconocimiento de su cocina de crianza.
En el 2020 llegó la terrible pandemia, y, con ella, las abuelas (hoy octogenarias y setentonas) han desempolvado clásicos recetarios de la cocina antioqueña, para “soplar” a sus hijas las maravillas de nuestras sopas de arracacha, de yuca, de arroz, de papa criolla, de arepas viejas, de patacones, de guineo, de pastas, de ahuyama, de bolito, de frijoles verdes; además, nuestros sudados de posta, de muchacho, de gallina, de sobrebarriga, de pezuña, de lengua, de oreja… todos con yuca, papa, mazorca y maduros; nuestros postres de frutas en almíbar (moras, duraznos, papayuela, tomates de árbol, coquitas de guayaba) y tantas otras ricuras que otrora engolosinaron a generaciones enteras. ¡Bienvenida la sazón casera…! ¡Hay que volver a cocinar!