Viernes Negro

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Es obvio que vivir implica consumir. Pero el consumismo radica en un mandamiento que por absoluto, omnipresente, incuestionable y apremiante, es un mandato religioso, que dice: para ser feliz, mejor y exitoso, tienes que tener más cosas
/ Juan Sebastián Restrepo
Tres imágenes me han sobrecogido profundamente en los últimos días. La primera de ellas es la de los médicos evacuando a los niños heridos en medio de un bombardeo a un hospital en Siria. La segunda fue cuando llegué del exterior y me vi obligado a hacer, durante una hora, la fila en inmigración: y vi, aterrado, que cada una de esas miles de personas estaba tan absorta en su smartphone, que la fila no se movía. El movimiento era sumamente torpe, se abrían los espacios, y el resto de las personas tenían que despertar al zombi de turno para que se moviera hacia delante.

Pero la tercera venció al horror de Siria y al patetismo del aeropuerto. Y fue un video sobre el viernes negro en los Estados Unidos. Este empezaba por el taco descomunal en una interminable autopista de los ángeles, y seguía con una serie de trifulcas y peleas de personas, que como sobrevivientes al borde de la extinción, luchaban por artículos muertos como televisores, muñecos, o prendas sin vida amontonadas en las góndolas de las tiendas. Hombres se golpeaban con ira, mujeres se aruñaban y mordían como leonas luchando por el último pedazo de carne. Niños miraban estupefactos el espectáculo.

Pero las tres imágenes se relacionan. Y el hilo conductor lo encontré en Walter Benjamin. La idea que las une es la siguiente: “El capitalismo es la religión más extrema”. Y es que solo cuando entendemos que el capitalismo es la religión más extrema y el consumismo su mandamiento supremo, podemos explicar el genocidio y el saqueo de Siria, la docilidad con que nos sumergimos en los dispositivos portátiles y sus redes sociales, y la ferocidad con que hacemos del viernes negro un mandato para consumir. Porque la Navidad y el viernes negro son rituales obligados de una religión extrema.

Ahora bien, el consumismo no es lo mismo que el consumo. Es obvio que vivir implica consumir. Pero el consumismo radica en un mandamiento que por absoluto, omnipresente, incuestionable y apremiante, es un mandato religioso, que dice: para ser feliz, mejor y exitoso, tienes que tener más cosas.

Tal vez lo más llamativo de este asunto es que todos conocemos los efectos de este mandamiento: que promete una felicidad que nunca llega; que nos hace sentir carentes, endeudados, agotados y culpables; que nos desvía de las cosas importantes y esenciales, que nos distrae del sentido, que nos aísla de los otros, que se come a la tierra y a nuestras vidas. Pero nunca lo cuestionamos. Parecemos dar por sentada la grandeza de una realidad donde conocemos el precio de todo, pero no le damos valor a nada.

Pero ya es hora de que abramos los ojos y empecemos a resistirnos a esa peligrosa rueda. Y no podremos hacerlo sin un enorme trabajo que implique trascender ese sofisma según el cuál estamos en deuda y para salir de ella debemos endeudarnos, empezar a sospechar del valor de las posesiones, cuestionar la validez real de los proyectos y estilos de vida imperantes, practicar una generosidad radical como antídoto a nuestro egoísmo arraigado, practicar el contentamiento como antídoto a nuestra avidez exacerbada, y apostarle a la consciencia y el sentido, para aprender a ver a través de las promesas vacías y entender cuales son las verdaderas bases de la realización humana.

Creo que sin esta tarea profana, nunca podremos sortear los efectos de esta religión del viernes negro, ni salir de este presente negro, donde lo bello está en los empaques, lo sagrado es la luz de los centros comerciales y el costo es el alma, la vida y la dignidad de los hombres.
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