Versalles: una ventana en Medellín a la ciudad de La Plata

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Posiblemente Don Leonardo Nieto Jardón fue el mejor puente de la ciudad, la más innovadora, con la cultura rioplatense, puente que se inició antes de su llegada a Medellín en los años 60, en la década de 1930 cuando la ciudad completaba su sistema de tranvía, campo aéreo y el sector Centro empezó a engalanarse con las construcciones que le hicieron sentirse “centro al centro” en oposición al bullicioso puerto seco del Guayaquil paisa.

A mediados de la década el cantautor Carlos Gardel, el Zorzal criollo, llegó a la ciudad a entonar los grandes tangos que resonaba en la naciente industria de la radio y del cine de todo el continente, de ahí que no fue poco el estampido que produjo su paso por la también llamada Tacita de plata, estampido que albergó la última nota de su existencia, cuando el avión Junker donde él y sus músicos embarcaron para el viaje a Bogotá, fue embestido en la rampa del Campo Aéreo por el avión de SACO piloteado por el dueño de la empresa. Gardel llegó de la Pampa a la Capital de la Montaña cumpliendo el adagio que afirma: “los favoritos de los dioses mueren jóvenes”. La tragedia en el campo aéreo marco el kilómetro cero del puente que une la historia de Medellín y Buenos Aires.

Don Leo introdujo un Aire de Tango, de intelectualidad, de existencialismo, de arte y pasión futbolera al verbo de uso exclusivo paisa, Juniniar

Todo sucedió como un maravilloso plan de la casualidad, que se inició por la afición de este hombre nacido en Devia en 1926 al fútbol y al tango. Una vez llego a Medellín, Nieto Jardón, en enero de 1961 fue el embajador de la cultura rioplatense en la ciudad y su Salón de Repostería Versalles la sede de esta diplomatura.

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Allí dio asilo a los nadaístas, turba intelectual que llegó a finales de la década de 1950 a teñir de poesía y rebeldía el pensamiento en el valle de Aburrá, expulsada de otros cafés, bares y billares porque “no gastaban sino tinto”. Solo puso una condición a la tropa de melenudos: pueden estar todo lo que quieran, pero cuando el salón se llene, tienen que desocupar las mesas para que los clientes puedan tomar asiento y degustar la famosas empanadas argentinas y los no menos reconocidos buñuelos ovalados, pues lo único que debe ser redondo y rodar por el suelo es el balón y no los buñuelos, que por algún azar pueden saltar del plato al piso y juguetear entre las mesas antes de poder reaccionar el comensal, de allí que los buñuelos en Versalles eran de forma ovalada.

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Trajo el cosmopolitismo de Buenos Aires a la ciudad que se desperezaba, a comienzos de la década de 1960, del sopor de pueblo cafetero con industria de la trilla del café y del trafago de ciudad industrial que se expandía a Otrabanda, para separar lo habitacional de lo industrial.

Por ello no fue casual que se instalara en la calle Junín a tres locales de la esquina con la calle Caracas, última línea de asfalto antes del parque de Bolívar presidido por la impotente Catedral Basílica Metropolitana, de la cual salía la élite paisa los domingos de misa para afluir a la carrera rebautizada con la gran batalla de Bolívar en el lomo de los Andes luego de haberse llamado el Resbaladero, sobre la cual asomaban la sede del Club Unión y los almacenes de moda con toques parisinos a donde acudían la rancias familias ahora convertidas en burguesía paisa para adquirir los artículos de ornato y decoración.

Sobre la misma arteria se encontraba el salón de Te Astor. ¿Si una familia de inmigrantes podía fundar el más aristocrático salón de repostería de la ciudad, por qué un argentino no podía hacer lo mismo?

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Posiblemente eso fue lo que se preguntó don Leonardo apenas inició la década de 1960, cuando vino a distender su pensamiento de los quehaceres de su repostería en la ciudad de la Plata y de paso conocer el monumento a Carlos Gardel en la terminal de pasajeros del Aeropuerto Enrique Olaya Herrera, donde pasaban los equipos de fútbol argentino que jugaban en la ciudad y donde llegó la gran diva del cine, Libertad Lamarque, a depositar una ofrenda o dejar una placa en el pedestal al cantante ubicado en el lado sur de la edificación construida en forma de burbujas o conchas marinas.

Asimismo, Don Leo introdujo un Aire de Tango, de intelectualidad, de existencialismo, de arte y pasión futbolera al verbo de uso exclusivo paisa, Juniniar -equivalente a la palabra Bogotana Septimazo- en su gran obra: la construcción del puente entre las dos ciudades lo llevó a fundar la casa Gardeliana a pocos metros de la estatua del Zorzal Criollo en el barrio Manrique sobre la calle 45, lugar que compitió con el Viejo Almacén en la calle Colombia o el bar de Homero Manzi, cuadra arriba de las Torres de Bomboná, por ser el buque insignia de los aires tangueros en la ciudad colombiana.

No paro allí, en 1968 Don Leo fue el ideólogo del Festival de Tango que desde ese año cósmico, trajo a brillar sobre el asfalto y el concreto de la ciudad toda una galaxia artística desde el río de la Plata: Aníbal Troilo, Edmundo Rivero, Tito Lusiardo, Tito Reyes, Enrique Dumas y Alba Solís.

Por su local de tres filas de mesas al fondo tomaron asiento en su paso por la ciudad Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato y la crítica de Arte Marta Traba y era sitio de visita obligada de Julio Arrastia Bricca, el narrador de ciclismo argentino que animó a los escarabajos colombianos a trepar la cima del mundo en sus caballitos de acero y del entrenador del Atlético Nacional Oswaldo Zubeldía.

Tenía además Don Leo un olfato de cazador de piezas mayores, cuando identificaba entre su asidua clientela a jóvenes que hacían sus primeros pinitos en la literatura. Es parte de la mística del local que en su mezzanine el escritor Manuel Mejía Vallejo escribió apartes de su gran novela Aire de Tango, o del cine como Juan Guillermo López, quien a finales de la década de 1980 recibió apoyo de Don Leo para viajar a la escuela cubana de cine de San Antonio de los Baños para unirse al curso de escritura de guiones, dictado por Gabriel García Márquez.

Años después la hija de Juan Guillermo y Cecilia Agudelo, Sara López, visitó a don Leo y él la recibió magnífico como siempre en la puerta de su local: “Sara de todo lo de acá, ¿qué deseas?” y la después foquista y asistente de cámara, respondió: “Una cajita de moros, por favor”. Ese era don Leo, un ser sensible a la cultura, a sus raíces, seduciendo con su aire rioplatense a una ciudad adicta a la avaricia, al lucro y la ganancia.

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De paternal sonrisa que daba pasó a cortas y amables palabras con el infaltable dejo argentino, cinceló con pensamiento y acciones ese gran puente que une a paisas y argentinos. Murió en Medellín el 20 junio de 2020 a los 94, a cuatro días del aniversario número 85 del fallecimiento de Carlos Gardel.

Leonardo Agudelo V.
Medellín, junio de 2020.

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