/ Bernardo Gómez
Oscar WiIde sentenció alguna vez: “Un hombre que aspira a ser algo separado de sí mismo –miembro del Parlamento, comerciante rico, juez o abogado célebre o algo igualmente aburrido– siempre logra lo que se propone. Este es su castigo. Quien codicia una máscara termina por vivir oculto tras ella”.
A propósito del mes de los disfraces quisiera compartir con ustedes esta reflexión sobre nuestro verdadero rostro y la máscara que en ocasiones ostentamos. Con frecuencia encontramos en el mundo dos tipos de personas: aquellas que valen por lo que son y aquellas que exigen que las reconozcan por el cargo que tienen, los títulos o el dinero que pueden aparentar. Las primeras poseen un espíritu grande, pueden tener o no un puesto importante, pero entrar o salir de él nada le pone o le quita a su esencia, y lo saben; por eso nunca pierden su humildad y sus deseos de servir; cuando mueren, definitivamente dejan un gran vacío en el universo. Las segundas están tan saturadas de colgandejos como un árbol de Navidad, su ser se pierde y no se logra distinguir su humanidad.
No obstante, la gran mayoría de los seres humanos continuamos angustiados no por “ser” alguien sino por “tener” algo; preferimos preguntarnos qué ponernos por fuera y olvidamos preguntarnos por lo de adentro.
Con un poco de atención podemos alcanzar a distinguir a las personas que tienen una gran máscara y a las que poseen rostros auténticos; ante las primeras normalmente lo máximo que doblamos es la espalda; ante las segundas el corazón, es por esa razón que con frecuencia no coinciden la fama con la estimación.
Termino con una interesante historia que nos deja una inquietante lección sobre las apariencias:
El hermoso encendedor del general, con incrustaciones de diamantes, había desaparecido. Al final de la acostumbrada comida anual que celebraba con sus viejos oficiales, les había dejado para que lo contemplaran de mano en mano. Pero ahora no estaba en ninguna parte. No podían ser los meseros, que se habían retirado mucho antes. Los oficiales, entonces, acordaron vaciar públicamente sus bolsillos. Pero hubo un oficial que rechazó con vehemencia esta propuesta y abandonó la sala. Naturalmente, las sospechas recayeron sobre él.
Al año siguiente, al ponerse la misma chaqueta que el año anterior, el general descubrió el encendedor dentro de un bolsillo interior. Decidió, entonces, salir en búsqueda del viejo oficial sospechoso, lo encontró en un miserable tugurio y le ofreció toda clase de disculpas.
–Pero –le dijo el general–, ¿por qué no aceptó usted lo que sugirieron los otros oficiales, salvándose así de una terrible sospecha?
–Porque –explicó el viejo oficial–, mis bolsillos estaban llenos de trozos de comida que había recogido a hurtadillas de la mesa, para poder alimentar a mi esposa y a mi familia que estaban medio muriéndose de hambre. El general se conmovió hasta las lágrimas al contemplar este amor por la familia, y cuidó de que, en adelante, el viejo soldado nunca más pasara necesidad.
No te fijes en las apariencias… porque el Señor ve el corazón (1 Samuel 16, 7).
[email protected]