Por: Juan Carlos Franco
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Para mal o para bien nos hemos acostumbrado a medir la gestión de un alcalde o gobernador en términos de las obras públicas que impulsa, o mejor, que alcanza a inaugurar en su breve período de 4 años. Casi siempre, el que más inaugura, el que más cintas corta, es considerado el mejor.
O en términos de candidaturas, el que más obras promete sube en las encuestas y su probabilidad de acceder al cargo aumenta. Y claro, una vez posesionado, se ve en el “sagrado compromiso” con sus electores de ejecutar todo lo que prometió y ojalá un poquito más. Invariablemente cuando están ya ejerciendo descubren que las cosas no eran tan sencillas como se veían desde fuera. O que son más las restricciones, menores los presupuestos y más largas las ejecuciones. O que si no se gasta ya la plata se pierde la apropiación presupuestal. O que de la administración anterior le habían ocultado información. Aún así, hay que cumplir y hay que inaugurar… Quedan servidas entonces las condiciones perfectas para tomar malas decisiones: ¡Hagámosla de todos modos pero con menos presupuesto! ¡Quitémosle esto o aquello! ¡Dejemos lo otro para una segunda etapa! ¡Eso qué se va a caer, no sean tan alarmistas! ¡Yo dije que lo hacía y lo voy a cumplir por encima de lo que sea! Y así, rápida y convenientemente se van ajustando los diseños para que las dichosas obras alcancen a ser inauguradas, casi siempre al final de un supuestamente glorioso cuarto año de ejercicio. Es así como nos encontramos proyectos que por muchos años figurarán en nuestra antología de obras casi buenas pero que por buscar falsos ahorros o por simples defectos de diseño nos van a salir costando muchísimo más: Doble calzada Las Palmas, Avenida 34 como colcha de retazos, nueva vía a Antioquia llena de derrumbes, etcétera. ¿Y los que cortaron las cintas qué? ¿Cómo reclamarles? ¿Podrían haberse evitado estos y otros despropósitos? Tal vez sí, tal vez no. Una de las maneras más eficaces de moderar la situación es por medio de veedurías cívicas. Al fin y al cabo, los dueños reales de las ciudades y de sus finanzas no son los alcaldes o gobernadores de turno… son los propios habitantes y contribuyentes. Los funcionarios son administradores que han recibido el encargo de tomar decisiones y ejecutar en nuestro nombre. Pero no son los dueños. Una veeduría cívica bien estructurada puede exigir a una administración que a determinada obra se le modifique algún diseño. O que se repitan o actualicen los estudios en los que se fundamenta. O que se cambien las prioridades. O que los contratistas abran los libros de contabilidad para velar por la correcta ejecución del gasto. Mejor dicho, puede actuar como el verdadero dueño y usuario final que realmente es. Y todos los protagonistas de la obra (entidad contratante, entidad contratista, interventor, etcétera) deben prestarle debida atención. Al menos así lo indica la ley de veedurías… que tal vez deberíamos conocer más, así a algunos funcionarios no les atraiga mucho la idea. De hecho se están preparando ya veedurías a obras que se nos vienen encima y que podrían no obedecer a verdaderas prioridades de la comunidad sino a compromisos políticos o simple afán de generar empleo rápido reactivando la construcción. Tales como la muy discutible continuación de Los Balsos hasta la margen occidental del río. Y tal vez, más adelante, el túnel de Oriente. Claro que ser veedor no es fácil. Se requiere algún conocimiento técnico, sentido común, espíritu comunitario, independencia y tiempo. Ah, ¡y además es ad honorem! |
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