“La política no debería tomarse como una profesión. La política es una pasión creadora, de compromiso con la suerte de la sociedad. No precisamos que nos paguen mucho por ejercerla. Al que le guste demasiado la plata hay que correrlo de la política. El político debe vivir como vive la mayoría, no como la minoría…
“Cuando te eligen para que los representes, uno tendría que pagar. El que no lo siente así, que no se meta en la política. O no lo metamos porque este es un problema colectivo. Hay que elegir a la gente adecuada…”.
Oh, oh. ¿Qué dirán al respecto nuestros Roys, Armanditos, Barguiles, Serpas y demás exponentes de la clase política colombiana?
Supongo que nada, porque de esa trilogía política-servicio-sociedad no entienden ni mu (contadas excepciones las hay), o porque les conviene desecharla por ser un chicle en el zapato. O por ambas razones.
¿Y qué dirán los electores? Los que pudiendo salir a votar no lo hacen, los que cambian el voto por un sancocho, los que marcan la X a la ligera, los que van a las urnas “verracos”, al decir de algún coordinador de campaña. Los que, en últimas, son responsables de que quienes nos producen vergüenza ajena, indignación y desconfianza estén ahí, fungiendo de prohombres, repartiéndose la torta y estirando el país cual si de pizza doble queso se tratara. Año tras año.
Nos enfurruscamos, despotricamos, peleamos entre nosotros, pero no asumimos el compromiso de darle vuelta a la tortilla. Qué jartera, que lo hagan otros; uno más o menos no tiene importancia.
Y no solo sí la tiene, sino que puede hacer la diferencia.
Es que si bien los políticos tienen la responsabilidad de que aquí la cultura política se limite a las elecciones, los electores no se quedan atrás; son corresponsables –cuando no alcahuetas- en la creación de esta realidad pública que no enamora.
De quién son, a todas estas, las palabras entrecomilladas, se estará preguntando usted.
Son de “un veterano, un viejo que tiene unos cuantos años de cárcel, de tiros en el lomo, un tipo que se ha equivocado mucho, como su generación, medio terco, porfiado, y que trata hasta donde puede de ser coherente con lo que piensa, todos los días del año y todos los años de la vida”.
De un “viejo” –así lo llamaban algunos incrédulos, despectivamente– que consiguió ejercer el mandato más “moderno, audaz y liberal” del mundo según The Economist. Por sus medidas –polémicas por cierto– para desmontar el prohibicionismo en la lucha contra la droga, aprobar el matrimonio entre parejas del mismo sexo y despenalizar el aborto. Pero también, y por sobre todo, por sus políticas de bienestar ciudadano.
De un “veterano” que sin necesidad de hablar alto, ni de cambiar el escarabajo de toda la vida o el fondo de armario, ni de acomodar sus convicciones, se ha hecho sentir, escuchar, respetar. Y, lo más difícil, se ha hecho admirar. Porque –independiente de que sus iniciativas gusten o disgusten– carece de lo que le sobra a la generalidad de los políticos: arrogancia, oportunismo, mesianismo, lagartería, intereses particulares…, y abunda en lo que le falta: honestidad, coherencia, austeridad, filosofía de vida, respeto a los demás.
Y, por último, este dato: son de un “tipo” que fue presidente de Uruguay entre 2009 y 2015.
Sí, acertó. De Pepe Mujica. (Esa torre de razón –verso prestado a Borges– que entre lo que piensa, dice y hace no deja abierta ninguna brecha). Las pronunció en la reciente Asamblea de la SIP en Ciudad de Méjico, donde fue el invitado de honor y echó un discurso que no tiene desperdicio:
“Uno no tiene derecho a sacrificar la vida de una generación en nombre de una utopía”. “Yo no soy pobre, soy libre. Tengo pocas cosas, es cierto. Si tuviera muchas tendría que ocuparme de ellas”. “La guerra es un recurso prehistórico”. “No creo que a los jóvenes no les interese la política, no les interesa nuestra política”…
¡Me muero por él!
ETCÉTERA: Gracias Aurita López, por todo y por tanto.
[email protected]