/ Etcétera. Adriana Mejía
Pablo Escobar fue y será una sola sombra ancha. Muy distinta a esa otra que tan famosa hizo el poeta Silva en su Nocturno (Y eran una/ Y eran una/ ¡Y eran una sola sombra larga!…). Esta, parte de un poema emblemático del romanticismo; aquella, parte de una época de ingrata recordación y, más allá, causa y efecto de un quiebre ético y estético en la sociedad colombiana.
Después del tenebroso auge del accionar del Cartel de Medellín, del cual Escobar era capo indiscutible, la ciudad y el país no volvieron a ser los mismos. Ni siquiera su muerte en un tejado, hace 20 años, sirvió de antídoto para la cultura mafiosa que le siguió, como la estela a los aviones. Pero sin diluirse con el tiempo.
El pasado 2 de diciembre no hubo publicación ni noticiero que no trajera de vuelta sus atrocidades. Muy frescas todavía porque a todos los mayores de 20 nos tocó sufrirlas con mayor o menor cercanía, pero con la misma zozobra. Hasta el punto de que volvemos a repasar esa sombra ancha y densa que se extendió por varios años sobre el diario vivir y nos preguntamos, incrédulos, cómo fue que logramos superarlo. Bueno, si por superarlo entendemos seguir viviendo más o menos de manera normal. Porque si por ello entendemos haber pasado la hoja, rectificado el rumbo y renacido purificados, pues…, pocón, pocón. El narcotráfico, la fácil consecución del dinero, el poder amedrentador de las armas, el resquebrajamiento de los valores y ciertas prácticas sociales exhibicionistas y prepotentes persisten. Tal parece que llegaron para quedarse. Al menos por varias generaciones, mientras la educación, la equidad, la inclusión y el desenamoramiento de la riqueza se conviertan en la corriente que labre la piedra.
Uno de los principales periódicos colombianos justificaba en su editorial el especial dedicado a la conmemoración de la desaparición del Capo, argumentando algo así como que por esta vez sí vale, pero ya no más (sin querer queriendo, diría El Chavo del Ocho). Una argumentación un tanto ingenua porque, si bien no por maldad, sí por utilitarismo, es muy difícil que los medios dejen de lado el filón que les supone la resucitada constante de Pablo Escobar. Con el argumento de que la historia hay que darla a conocer, algunas programadoras aumentan sintonía y ponen a sonar las registradoras. El tema vende. Y a la hora de la verdad el negocio prevalece sobre la pedagogía que le sirve de disfraz.
¿Memoria u olvido? No es fácil la disyuntiva. Sobre todo porque ambas posibilidades tienen justificaciones de peso. A quienes se inclinan por la primera los asiste la razón ya comprobada en la humanidad de que “no saber” es el camino más corto para “repetir”. Y a quienes se inclinan por la segunda los asiste el temor, ya también comprobado, de construir un mito, de alimentar una leyenda. Lo que de hecho está sucediendo, en parte por los seriados televisivos, en parte por las conmemoraciones y en parte por el narcotour que se realiza en Medellín por propiedades del Patrón, de su hermano Roberto y del cementerio donde está su tumba –sin que el guía, obvio, mencione ninguna de las atrocidades que cometió, según testimonio de un periodista que lo hizo recientemente–, que fascina a turistas de medio pelo y enriquece a empresarios de la marca.
Mejor dicho, recordarlo sí, pero sin ninguna concesión que pueda desdibujar la personalidad tenebrosa que lo caracterizó. Una sola sombra ancha.
Etcétera: ¡Que tengan todos una muy feliz Navidad!
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