Sin importunar a nadie y sin rendir cuentas a nadie. Como llegó, como vivió: a su manera.
Era especial, Dora Ramírez.
Hace cerca de veinticinco año, cuando yo era una novel periodista y Dora una pintora consagrada, mimada por la crítica además –Marta Traba, Fernando Botero, Juan Calzadilla, Gómez Sicre, Pierre Restany, entre otros, destacaban su obra en tiempos de las bienales de la ciudad– tuve la oportunidad de conocerla. Enmarcada por las catorce luminarias –Gardel, Lenon, Bolívar, Libertad Lamarque, María Félix, Valentino…–, que en formato 1.20 por 1.20, conformaron su famosa serie Mitos.
Y de tal cercanía profesional, que llegó a ser personal –no nos encontrábamos a menudo, pero cuando lo hacíamos la conversación seguía donde la habíamos dejado–, resultó el reportaje Dora Ramírez al caballete (De tacón en la pared, Colección Autores Antioqueños, Gobernación de Antioquia, 1993), del cual, con el permiso de ustedes extraeré hoy algunos apartes, con el fin de intentar un boceto para un retrato hablado.
“Muy chiquita me entraron a Bellas Artes; tan de buenas que me tocó con el maestro Eladio Vélez… Luego de terminar el colegio empecé a estudiar Arte y Decorado, pero no terminé porque ya tocaba casarme. Fueron quince años en los que me dediqué a levantar seis hijos que adoro. Cuando el menor entró al colegio volví a echar de menos el olor de la pintura. A una cuadra de mi casa, la Universidad de Antioquia había abierto una academia y todos los días de 5:00 a 7:00 de la noche asistía a clases con Aníbal Gil. La cosa iba bien hasta que llegamos al desnudo. Pintamos un modelo en pantaloneta así agachado, parecía que no llevara nada encima. A mi marido no le gustó esa etapa del aprendizaje y por esos días nos separamos”.
A comienzos de los sesenta, que una muchacha de buenas costumbres, con seis hijos a cuestas y una casa de zaguán en Caracas con El Palo, pisara los terrenos del divorcio y de la pintura profesional al mismo tiempo, era plato suculento para los vecinos y los amigos de los vecinos.
“Se trata, mi querido José, de que he estado escuchando varios comentarios con respecto a tu hija… Las gentes se preguntan si será posible que una mujer que no supo conservar el afecto de su esposo, sepa conservar la dignidad de su familia, estando rodeada de músicos y de toda esa gente de tan baja esfera y que por serlo, carecen de moral y dignidad…”, decía el anónimo que le llegó a don José Ramírez. “Mi papá lo leyó, me lo entregó y me reiteró todo su apoyo. Me conocía muy bien y confiaba en mí”.
Pintaba preferiblemente en la mañana. “Si me encarreto sigo por la tarde y a veces hasta por la noche. Otros días no toco los pinceles siquiera. Prefiero pintar menos y vivir más”.
Pintaba en la sala, en el comedor, en el patio, en sitios donde pudiera saludar a todo el que entrara y despedir a todo el que saliera. “Me encanta lo que hago. El arte puede con todo, engrandece. Con el arte no se llega, siempre hay una esquinita para voltear. Y lo que más me gusta es que siempre deja en evidencia la verdad”.
No sabía de histerias, ni de cuadros destruidos, ni de polémicas. “Gozo con lo mío y con lo de los demás”.
Los colores la enloquecían. Para chantárselos encima o plasmarlos en los lienzos. “Cuando no me decido los pongo en fila y utilizo el que me haga señas. Hay un magenta… Algún día me tengo que hacer un vestido de ese magenta”.
¿Se lo haría?, me pregunto. A lo mejor se lo llevó consigo.
ETCÉTERA: A Medellín le hará falta, mucha falta, su sello personal. El del ser humano, el de la artista. Esa pincelada con la que sólo Dora Ramírez sabía pintarse, pintar. El arco iris parecía desbordar siempre el límite de sus cuadros y el pintalabios rojo, el límite de su boca. Fue así, un personaje que vivió con su verdad. Era como pintaba.
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