Hace una semana estuve orquestando el bautizo de mi segundo hijo, a quien le fue ratificado el nombre de Juan Manuel. Se me metió en la cabeza que la ceremonia debía tener lugar en un templo de verdad -de esos con naves, vitrales, nichos con santos y leyenda de fundación basada en un cuadro de la Virgen rescatado de las aguas de un río-, y no en una de esas pretenciosas parroquias enanas de arquitectura vanguardista. En la basílica de mis preferencias se me informó que la parroquia de mi barrio debía darme un permiso para escaparme de su jurisdicción bautismal -algo así como un certificado de libertad-, y allí me fui decidido, sabedor de que lo último que deseaba para mi hijo era que recibiera el sagrado baño bajo el techo de una iglesia que, solo porque estaba coronada por una cruz, no se confundía con una casa de banquetes de estilo narcotraficante. Una catequista que fungía de secretaria me diligenció la autorización después de arrancarme siete mil pesos y sin preguntarme por qué la solicitaba (yo suponía que la cosa tenía algún fondo, e iba dispuesto a decir que quería llevar a Juan Manuel al otro templo para que, al menos por media hora, estuviera cerca de los huesos de su abuelo). Más tarde descubrí que el bautizo, con edificante cursillo y cirio incluidos, valía solo cinco mil pesos. En pocas palabras: caso típico en que el caldo sale más caro que los huevos.
No sé que resulta más odioso: si el hambre burocrática de los despachos de parroquia o si la fanfarronería de creerse, las iglesias, pequeños estados concertados para repartirse la billetera de sus ovejas. En las notarías -lugares donde, verdaderamente, los ciudadanos adquieren nombre- puede conseguirse un registro civil desde la módica suma de tres mil pesos, mientras que en las oficinas curales se piensa que cualquier papel que se imprima es una “partida” -tal fue la explicación que se me dio ante la flagrante violación del séptimo mandamiento-, sin importar el aspecto deprimente del documento: una carta hecha en computador con económico y avaro gasto de tinta, sin membretes ni sellos de anillos episcopales, metida a la diabla en un sobre blanco que igual serviría para una excusa escolar. Pero lo peor es el espíritu del requisito: inspirada en méritos discutibles, una parroquia de la que no me he lucrado de ningún modo ha decido caprichosamente que yo debía pagarle algo así como una multa, ocasionada por lo que, en principio, yo tomaba por un acto bienintencionado: bautizar un hijo a pesar de mi paganismo. Confieso que, a raíz de este suceso, me siento tentado a la herejía en una próxima ocasión, ya sea ahorrándome el bautizo de un hipotético tercer hijo o mintiendo alevosamente a propósito de la ubicación de mi verdadero domicilio.
Cuando Juan Manuel sea un niño razonable no le mencionaré nada de este asunto, evitándole así la incomodidad de sentirse tratado como una mercancía pasada por la aduana. Le diré -como es tan común decir ahora- que es solo en el fútbol donde se compran pases de jugadores como si se tratara de esclavos africanos.