No sé de qué, pero de algo me perdí en relación con Juan Gabriel.
Me encantan sus canciones, me sé algunas y las entono (desentono) con frecuencia cuando voy al volante. Y, además, soy fan de la llamada cultura popular que tanto escandaliza a los cultos de escritorio. (Empatar un capítulo de Crimen y Castigo con una Vanidades de mis hermanas, era lo máximo).
Pero de ahí a imaginarme el carnaval que han montado en México con la urna de sus cenizas…, jamás.
Desconozco cuántos grandes hombres y mujeres han despertado tal fervor póstumo en tiempos recientes, como no sea Lady Di, víctima de un accidente que coronó de morbo su corta y triste vida.
El escándalo pre y post mortem se vende como arroz, que lo diga la prensa sensacionalista inglesa.
Qué pena con quienes de verdad están de luto con la desaparición del cantante, pero que diez días después de muerto todavía siga insepulto y lo tengan volteando como circo pobre, más parece la letra de un corrido que un funeral; que un funeral de Estado, incluso.
¿Por qué tantos ires y venires para decir adiós y gracias?
(Un paréntesis para recordar la peregrinación de Juana la Loca con el ataúd de Felipe el Hermoso a rastras y el episodio del cadáver itinerante de Eva Perón que, en la pluma de Tomás Eloy Martínez, es una delicia literaria. Falta ver qué hará la historia con el caso que nos ocupa).
Y con este interrogante, no es mi intención poner en tela de juicio los méritos de don Alberto Aguilera Valadez –su nombre real- quien, desde el punto de vista artístico, parece haberlos tenido todos. Y, desde el humano, se cuenta que había logrado superar una larga carrera de obstáculos antes de tocar el cielo de la fama con las manos, y siempre fue generoso con sus colegas. Mucho menos, aún, hacer mofa de un muerto o de los sentimientos que su falta repentina puede producir.
Es intentar dilucidar a qué se debe el abuso de lo uno y de lo otro y por qué ese círculo vicioso de pueblo-pan-y-circo se asemeja a un gran agujero negro por el que se cuelan todas nuestras desgracias. Y desgracias sí que hay bastantes ahora en México, empezando por las que encarna su engominado presidente Peña Nieto, tan bien dotado que está para no acertar ni en media. Un circo de tres pistas, al estilo del de las cenizas caminadoras de Juan Gabriel, le cae como anillo al dedo para desviar la atención de sus compatriotas.
Bienvenida, entonces, la idolatría al “divo de Juárez”. “Queridaaa (ooo), no me ha sanado bien la herida, te extraño y lloro todavía, mira mi soledad, mira mi soledad, que no me sienta nada bien…”.
Cuánto me gustaría a veces (siempre) tener unos conocimientos menos limitados. Y saber, por ejemplo, de sociología, antropología, sicología…, para explicarme y tratar de explicar cuál es el motor que mueve las masas en momentos como este. Pero toca conformarse con observar y señalar el fenómeno. Y evitar el lugar común de la sentimentalidad profunda del pueblo que, al final, resuelve todo.
Sí voy a aprovechar un párrafo que el cronista mexicano Carlos Monsiváis trae en el perfil de Juan Gabriel que incluye en su libro Escenas de pudor y liviandad (1981) sobre la sociedad del espectáculo. Puede darnos a usted y a mí alguna luz:
“Un ídolo es un convenio multigeneracional, la respuesta emocional a la falta de preguntas sentimentales, una visión difícilmente perfeccionable de la alegría, el espíritu romántico, la suave o agresiva ruptura de la norma… En la sociedad de consumo, el ídolo es quien retiene el falso amor de las multitudes más allá de lo previsible, más allá de los seis meses de un hit, de los dos años de la promoción exhaustiva, de los cinco años del impulso que no termina de desgastarse…”.
ETCÉTERA: Así que ha muerto, convertido en ídolo, el “joven amanerado a quien se le atribuyen indecibles escándalos, y a cuya fama coadyuvan poderosamente chistes y mofas” según relataba Monsiváis por aquellos años. Ay, ay, ay, ay, ayyy…, es así la vida. ¿O la muerte?
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