Ella se fue, pero me acompaña a donde quiera que yo vaya y me mantiene con la temperatura ideal el alma.
Visto desde la orilla, su viaje al lado de allá hubiera sido idéntico al de una embarcación que zarpa hacia rumbo desconocido y, a medida que se aleja, pierde tamaño y nitidez, hasta que, convertida en un punto, se desploma por la delgada línea que marca límites entre el cielo y el mar. En la otra orilla, otros la ven aparecer y celebran su llegada.
¡Qué envidia!
Lo digo a sabiendas de que debe estar frunciendo el ceño, porque siempre nos enseñó que la envidia es un sentimiento estéril que paraliza sólo a quien lo alberga. Y que hay que compartir lo poco o mucho que se tenga porque no hay pobreza mayor que el egoísmo. (Regalaba todo lo suyo y, sin permiso, lo de las hijas, si alguien lo necesitaba). Y que es de valientes ser flexibles como el bambú frente a las adversidades. Y que las madres coraje sí existen, ella quedó viuda muy joven con cuatro niñas que supo sacar adelante con su trabajo, sin pizca de amargura.
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También nos enseñó a saber escuchar el corazón; a vivir y a dejar vivir con respeto; a tratar de ponernos en los zapatos del otro; a saborear cada instante. A ella le sabían delicioso un café a las 11, las misas concelebradas, el estudio de la filosofía, las chucherías, la tierra de su jardín, el día de mercado, los viajes en carro o en avión, la lectura en susurros, la ópera a todo volumen mientras “oficiniaba”, la complicidad inquebrantable con los nietos. Lo que fuera, todo era una gozada para ella.
Tantas cosas nos enseñó. Algunas mejor aprendidas que otras, pero todas se agolpan hoy en mi memoria, con ese calor tan cercano que, desde que se fue, me acompaña a donde quiera que yo vaya y me mantiene con la temperatura ideal el alma. Tibiecita, como una de esas hornillas que ayudan a palear los rigores del invierno, a los personajes de los cuentos de navidad de Dickens.
Lo último que nos enseñó fue a morir. Con naturalidad, serenidad y dulzura, nos permitió descubrir la belleza colateral que puede tener la muerte, cuando uno se atreve a mirarla a los ojos e intenta entender el ingrato papel que representa en esta puesta en escena que llamamos vida.
Cuánta falta me hace y cuánta ternura me dejó para el resto de mis días.
Qué envidia, repito, para los afortunados que la recibieron al lado de allá y están disfrutando ahora con su sonrisa de piano abierto, sus ojos expresivos y su alegría contagiosa.
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Será creerle a San Agustín que, entre otras cosas, dice sobre el tema: “La muerte no es nada… Lo que éramos el uno para el otro, lo seguimos siendo. Llámame por el nombre que me has llamado siempre, háblame como siempre lo has hecho… El hilo no está cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de tu mente, simplemente porque estoy fuera de tu vista?… No estoy lejos… Volverás a encontrar mi corazón”.
ETCÉTERA: Plantó rosales y cosechó rosas que nos dejó por montones. Ella era –es- mi mamá. (El título de la columna lo tomé prestado de un libro de la periodista española, Maruja Torres).