Para que no haya malentendidos, empiezo por subrayar algunas cosas que, por cuenta del tema de hoy, no están de más. Soy de Medellín y me gusta serlo, como igual me gustaría ser de otra localidad donde hubiera nacido –supongo–; vivo y trabajo aquí; me encanta cuando en una buena noticia hay involucrado un paisa; me duelen los señalamientos de los que, con o sin razón, solemos ser objeto; estiro nuca al escuchar la fascinación que la ciudad y su gente ejercen sobre tantos extranjeros que nos visitan…
En fin, quiero a Medellín, a pesar de lo que de ella me desagrada. La inseguridad callejera; las desigualdades sociales; los tacos de todas las horas; las montañas que, a veces, me dan claustrofobia; el regionalismo a ultranza; la confusión existente entre antioqueñidad y grosería…
Y me desagradan, sobremanera, las invasiones bárbaras que sufre Medellín: enjambres de hombrecitos que llegan con sus morrales y sus chanclas al aire –y con la ducha escasa, instalada en sus pelos tiesos–, mostrando idéntica actitud a la de los sabuesos que van tras la liebre: ojos abiertos y oídos despiertos, no sea que les haga conejo la presa.
Me refiero a los “mochileros”. No a todos, yo también fui estudiante y sé lo rico que uno pasa cuando, entre amigos, recorre caminos, ligero de equipaje y de presupuesto. Me refiero a ciertos mochileros que asaltan, como langostas, ciertos hostales de garaje de esos que se dan silvestres en la Comuna 14. Seguidores trasnochados de cierta escuela filosófica hippie, levantada hace varias décadas en el mundo sobre dos máximas: “No pise la yerba, fúmesela” y “Hagamos el amor y no la guerra”.
Así que no nos digamos mentiras, aunque la verdad duela. Además de lo que tenemos para mostrar –museos, bibliotecas, parques, metrocable, metro, centros comerciales, universidades, puentes, etcétera–, también tenemos bajo cuerda otras cosillas que atraen y atrapan a quienes pasan por aquí en escala técnica para aprovisionarse de combustible (droga y sexo). Ni tan bajo cuerda, a la hora de la verdad.
En este mes he sido testigo de primera mano –¿coprotagonista?– de dos hechos sucedidos cerca al Parque Lleras. El primero, en la esquina de la carrera 39 con la calle 7; viernes, a media noche; íbamos dos parejas, nos detuvimos en el semáforo y, de pronto, brotaron de la tierra –no las habíamos visto– tres lolitas vestidas al mínimo y pintoreteadas al máximo; no sé si nos confundieron con unos pelitiesos de esos, pero casi se nos meten por las ventanillas.
El segundo fue la semana pasada, jueves, a las 9:00 p.m., en las afueras de uno de los parqueaderos de pisos que hay en el sector; yo estaba parada en la acera porque “solo entra el conductor” y un vendedor ambulante de chucherías se me acercó a ofrecerme susurrante “blanquita y de la buena” para más tarde.
¿Entonces? ¿Sí vale la pena mesarnos los cabellos cuando agencias de medio pelo ofrecen a Medellín como destino turístico para buscadores de yerba y de prepagos? Me atrevo a pensar que no. Que mejor sería aceptar la realidad y afrontarla. Total, amor no quita conocimiento.
Mini Etcétera: En una columna pasada pregunté: ¿qué hace Proantioquia? Su director, Juan Sebastián Betancur, me envió unos documentos informativos que leeré con detenimiento. Gracias.
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Turistas de pelo tieso
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