/ Etcétera. Adriana Mejía
Si la Historia fuera enseñada en los colegios como una colcha de retazos, de esas que aún elaboran las abuelas campesinas, Gustavo Arango sería maestro de maestros; no por lo de tejedor, por lo de contador de historias. No le queda a uno ninguna duda al respecto después de haber leído “la delirante y triste historia de la primera ciudad española en Tierra Firme”: Santa María del Diablo. Ninguna duda, preciso, de que lo que aprendemos en esta materia –cuando todavía está tan fresca la memoria– es como lo que llaman los oficiales de la construcción una manito de cal, que al menor rasguño (una vez pasados los exámenes) se descascara; y ninguna duda, tampoco, de que GA ofrece en su novela un apetitoso banquete de profunda investigación –exenta, por fortuna, de la pesada exhaustividad que caracteriza a tantos estudiosos– y deliciosa prosa de periodista–escritor, adobado con apuntes afortunados que salpimientan el menú.
Desde el epígrafe, tomado de Zbigniew Herbert: “Hermosa e inútil como una catedral en la selva”, el lector aterriza en el tema e intuye –si lo sabe o lo recuerda, mis respetos– que Santa María de la Antigua del Darien –sí, esa primera ciudad española fundada en el continente americano por Vasco Núñez de Balboa y “Leoncico” en 1510– fue una sucursal del infierno en la tierra, durante quince años; hasta que la naturaleza se la tragó. Con la misma voracidad con que La Vorágine absorbió el corazón de José Eustasio Rivera, siglos después y en el extremo opuesto del territorio.
Si bien no caí rendida a sus pies, a los del libro, desde la primera página –el síndrome vacacional pudo ser– rápidamente quedé atrapada en el mano a mano narrativo entre Gustavo Arango, el autor, y Gonzalo Fernández de Oviedo, el coautor. (La urdimbre perfecta: cronista del siglo 21 y cronista de Indias).
Trescientas páginas fueron suficientes para enrostrarme la superficialidad de mis conocimientos frente al tema, primero, y, después, para ilustrarme –con relatos puntuales y definitivos–, sobre los brotes iniciales de una violencia mutante y permanente que desde aquellas épocas ha atravesado al pedazo de América que se descuelga del Río Bravo. Bueno, y para aclararme cualquier duda respecto de los altibajos que han marcado la relación de España con sus antiguas colonias y de estas entre sí. Todavía, y probablemente por siempre, sufrimos los coletazos de un encuentro traumático, repleto de traiciones, venganzas, engaños, vasallaje, mestizaje a la fuerza, expoliación… Porque todavía –cada vez menos, por fortuna– hay quienes siguen comportándose con la superioridad del conquistador allá y quienes no logran superar el complejo de inferioridad y el resentimiento acá.
Desde que el valeroso y abusivo navegante don Juan de la Cosa –portador de la noticia de que Colón, en cuyas expediciones viajó, no había llegado a Catay sino a un Nuevo Mundo– abrió trocha del Cabo de la Vela hacia Urabá, hasta que el obispo Peraza –quien no alcanzó a desempacar los baúles en la tierra de promisión (Tierra Firme) que, a la postre, resultó de perdición para cuantos allí se establecieron– ofició el funeral que un tal Pedrarias Dávila (Diávolo le encajaría mejor) se organizaba cada año, para conmemorar la fecha en que casi es enterrado vivo por cuenta de un ataque de catalepsia, Santa María de la Antigua del Darién, surgió, prosperó y sucumbió “en un sopor húmedo y pesado”, ahogada en la sangre de sus propios muertos.
Momentos encantadores en la “Santa María” de Arango, muchísimos; en la del Darién, poquísimos.
Etcétera: Si me atreviera a resumir en una sola palabra esta historia en la que intervienen tantos hombres y nombres (mujeres muy pocas, Anayansi memorable), “codicia” sería la elegida (que lo diga el pobre Nicuesa). Gustavo Arango y Fernández de Oviedo (y el entrañable Tierrafirme), con años luz de distancia, así lo entendieron y plasmaron a lo largo de los veintidós capítulos que conforman el libro. Una epopeya mixta: historia, literatura, periodismo, que a todo el que la lea le robará la atención.
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