/ Etcétera. Adriana Mejía
El primer contacto que tuvo con la realeza fue vía cuentos infantiles: reinos lejanos, bellas durmientes, cenicientas, príncipes encantados, hadas madrinas y siempre, siempre, finales felices comiendo perdices. Y aunque la imaginación desbocada le permitía aguantar, estoica, tardes enteras en las que sus hermanas mayores eran reinas y princesas y ella no pasaba de doncella, acabó por cansarse de hacerles mandados sin recompensa alguna. Ninguna calabaza en espera de ser carroza, ninguna zapatilla de cristal, ningún gallardo caballero bajo la piel rugosa del par de sapos que saltaban en el jardín, ninguna señal de que el momento mágico estaba por llegar. Cambió, entonces, la monarquía por la bicicleta.
Un preámbulo extenso como el de la primera Constitución Francesa, promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente en septiembre de 1791 (no más nobleza, ni distinciones hereditarias, ni órdenes de caballería, ni acceso restringido a oficios y funciones que hasta la Revolución fueron sólo de los aristócratas), de la cual tuvo noticia cuando comenzó a frecuentar librerías de la mano de su papá. La decisión de ser republicana irrumpió en su adolescencia como los brackets en su sonrisa.
Le accionó el retrovisor una foto que recorrió el mundo la semana pasada con un cuadro de ensueño: el padre, nuevo rey de Holanda; la madre, nueva reina consorte; y las tres hijas, nuevas herederas. Son los primeros de un grupo de parejas de segunda generación que, buenos para casi nada, posan para las revistas, adornan ceremonias y protagonizan uno que otro escándalo –bueno, reyes en ejercicio y sus vástagos también los protagonizan: elefantes en Botsuana, desfalcos al erario, pasados tormentosos, amantes arribistas…– mientras esperan turno en la línea de sucesión. Viviendo como reyes a costa del pago oportuno de los impuestos. De los súbditos, claro. ¿Hasta cuándo?
Si bien ciertas monarquías han jugado papeles históricos en la consolidación de sus países, han servido de imagen a los mismos, han inspirado a fabricantes de souvenires, han llenado los espacios que las sociedades destinan a la idolatría, ¿está el mundo actual para venias y besamanos y tiaras de piedras preciosas?, ¿para aplaudir los sainetes en los que se han convertido los clanes reinantes?
Antes, mal que bien –a pesar de la extravagancia, las arbitrariedades, la explotación a los semejantes, la acumulación de riquezas…–, las dinastías se conservaban mediante matrimonios por conveniencia que sumaban tierras y poder a los imperios, al tiempo que atizaban bajo las sábanas la hoguera de la degeneración, las traiciones y las venganzas. (¡Qué familias nos muestra la Historia!). Pero hoy día, cuando los apellidos soberanos se están extinguiendo por pura inanición en Europa, príncipes y princesas pescan en los yacimientos terrenales del plebeyato. Esta, hija de un exintegrante de la dictadura Argentina; aquella, exdrogadicta y madre soltera; la de acá, divorciada, promiscua, antimonárquica, nieta de taxista; el muchacho aquel, entrenador de gimnasio; y ni para qué hablar del enjambre de cirqueros y guardaespaldas que merodean habitaciones reales…
Lo anterior no es bueno ni malo, es así. El problema es que no satisface ni a monárquicos ni a republicanos. Los primeros alegan que la sangre azul se está destiñendo por cuenta de tanto adosado y que así para qué; los segundos sostienen que la sola necesidad de mezclarse, comprueba que las coronas están tambaleando. (Si llamar a alguien Majestad, Alteza, Reverencia, Excelencia… es de por sí un despropósito, con mayor razón lo es si ese alguien hasta ayer era un hijo de vecino como nosotros). Al parecer, en la relación costos-beneficios, las cortes cuestan más al pueblo de lo que lo benefician. Y con la crisis económica que vive el Viejo Continente…
ETCÉTERA: “En el Siglo XXI quedarán cinco reyes en el mundo: el de corazones, el de picas, el de tréboles, el de diamantes y el de Inglaterra”, sentenció el Rey Faruq de Egipto cuando lo derrotaron, a mediados del XX. (No conocía a Amparo Grisales I de América).
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