/ Etcétera. Adriana Mejía
Al revés de la película de Almodóvar, no están tan lejanos los tacones que por estos días llevan tres mujeres con historias diferentes. Y con nombres propios.
Una de ellas tiene a Medellín patasarriba. Se llama Madonna Louise Verónica Ciccone. Su voz prodigiosa y las ganas de comerse el mundo con las que llegó a Nueva York, adolescente, le abrieron las puertas del estrellato. Y la pasión por el show business, sumada al empeño por mantener puesta la corona, la entronizó en los altares del pop (¡150 millones de álbumes vendidos!). Un icono planetario de 55 años, del estilo de la Marilyn de Andy Warhol. Poderosa, caprichosa, diva de las de verdad, verdad; espectacular. Lo que quiere lo consigue, lo que toca lo convierte en oro. Su fortuna se estima en 650 millones de dólares. ¡Uy!, después de intentar acomodar tantos ceros en mi cabeza, me pregunto: ¿Ese personaje que ella, la industria y sus fans han creado deja abierto algún resquicio para que pueda respirar la mujer de carne y hueso? Entonces la imagino del otro lado de la fama y, más allá de lo que algunas de sus canciones me gustan, la reina de los escenarios me da tristeza. (Tacones aguja y con plataforma. Cercanos, muy cercanos).
Otra tiene alborotado el cotarro en La Habana. Se llama Tanja Nijmejier. Una profesora que llegó del frío con facha de Heidi, pero con un arsenal revolucionario encaletado en el pecho. Su familia y los amigos de Holanda no entienden cómo y por qué vino a parar al monte. Nosotros sí; no es un secreto que en algunos países de Europa existen organizaciones que apoyan la lucha armada, tal vez para canalizar la culpabilidad que les crea el Estado de Bienestar. De ahí que muchos jóvenes desarrollen una sensibilidad social que los lleva a idolatrar a quienes, según ellos, luchan contra la injusticia en estos países exóticos. En el 2007, gracias al diario personal en el que había descrito el estrellón de sus ideales contra la realidad corrupta de las Farc, la descolorida extranjera salió del anonimato. Los cabecillas del grupo entendieron que podía ser un filón publicitario. Y ahora manejan su imagen como si de una celebridad se tratara. Pasa que detrás de esa cara amable de exportación, subyace una alumna despiadada que, según testimonios, ha superado a sus maestros. (Tacones explosivos y con metralla. Cercanos, muy cercanos).
Y la tercera recibió la semana pasada la visita sorpresiva de la ministra de Justicia. Se llama Alba Lucía Rodríguez. Es la que me llega al alma. Hablé con ella, por primera y única vez, en el 2002, en un programa de televisión, en el que también participaron un juez de la Corte Suprema que acababa de ordenar su libertad, su abogada María Ximena Castilla, y una integrante de la Red Colombiana por los Derechos Sexuales y Reproductivos que la apoyaba. Fue una entrevista conmovedora como pocas. Frente a mí tenía a una campesina de Abejorral con un dolor tan profundo por haber sido violada, por haber visto morir en el parto no asistido al fruto de esa violación, por haber sido señalada por los vecinos como asesina, por no haber sido escuchada y por haber recibido una condena de 42 años y 10 meses de cárcel –alcanzó a pagar cinco–, que no tenía ánimos de celebrar su recién reconocida inocencia. Al igual que la semana pasada, cuando el Estado la buscó para pedirle perdón, ese día sólo el silencio hablaba por ella. Colombia debería estar de fiesta con este acto de reparación, pero no, salvo una que otra excepción, la maquinaria informativa se mueve con otros combustibles. (Tacones bajos y con suela de goma. Cercanos, muy cercanos).
Etcétera: La ciudad extraña a Leonel Estrada. (Mis 32 dientes también, me los forró de alambres a los once años. En su sala de espera conocí el arte abstracto).
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