/ Juan Carlos Franco
Nunca en Medellín y Antioquia habíamos estado tan afectados y tan avergonzados por nuestras obras públicas. Sentimiento nuevo entre nosotros, que pensábamos que en por aquí la gran ingeniería funcionaba bien.
Ya no. En pocos años pasamos del orgullo a la duda, a la incertidumbre, a la sospecha de que cada obra que entregan será una nueva frustración.
En nuestro medio y en nuestros días a veces las obras públicas las planean bien, pero las ejecutan mal. O se planean bien y sobre la marcha cambian los planes y obviamente quedan mal. También las hay que se conciben y planean mal desde un principio y, aún si son bien ejecutadas, no funcionan. Y otras tantas, quizá la mayoría, se conciben dudosamente, se planean mal y se ejecutan peor.
Y el usuario queda frustrado, humillado y furioso por haber pagado obras que, más que resolver problemas, generan otros nuevos.
Casi no tenemos ya, muy avanzado el Siglo XXI, obras capaces de enorgullecernos por su apropiada planeación y ejecución impecable. Obras que hayan resuelto el problema que tocaba y que después de los años sigan cumpliendo su función original sin deterioro.
Una obra pública de infraestructura es un asunto demasiado serio, pero aquí lo hemos olvidado. Una gobernación, una alcaldía, un área metropolitana, un instituto como Fonvalmed o incluso un concesionario, deciden construir una obra y se limitan a seguir procesos internos para tomar las decisiones más delicadas e impactantes sobre el diseño de una obra o un sistema de obras.
Las decisiones macro, las más críticas, son el tipo de obra que se va a hacer y cuáles prestaciones va a tener. Que si es de calzada simple o doble, que si los puentes van a llevar orejas o no, que si al pavimentar una carretera ampliamos o no los radios de giro, que si por aquí hacemos túnel o vamos a superficie…
Una vez tomadas estas decisiones macro, ahí sí viene el diseño en detalle de cada elemento. Sí, claro, se contrata una interventoría con la misión de que lo ejecutado corresponda con lo planeado. Pero no para revisar si lo planeado es lo que debe ser.
Por supuesto que hay límites presupuestales y de calendario, y ahí está la trampa. El gobernante tiene la tentación -quizá la obligación- de ejecutar el máximo posible de obras con el presupuesto disponible y dentro del término de su mandato.
¿Qué tiempo y qué dinero va a haber para contratar consultores independientes que conduzcan profundos estudios de factibilidad para definir si las obras que quieren hacer ya ya ya, sí son las apropiadas?
Como resultado se ven obras mediocres en las que se notan demasiado los ahorros. Los falsos ahorros, es decir. Se toman atajos, se desconocen los códigos de construcción, se eligen las opciones más baratas y se trabaja con contratistas menos que idóneos.
Finalmente, todo termina siendo más malo y más costoso y el usuario es quien paga la cuenta con sus impuestos, su frustración y sus tiempos perdidos en trancones.
¿No debería existir una superintendencia que vigile la calidad y pertinencia de las decisiones macro, alguien que le diga a la entidad pública que esa obra como la tiene pensada no va a funcionar, que tiene que modificarla antes de iniciar?
¿No debería existir una especie de Invima que le dé o no su aprobación, a pesar de que la mala calidad o la no pertinencia de una obra puede afectar la seguridad y la vida de miles de personas hacia el futuro, y ni hablar de tiempos perdidos por trancones generados o no evitados?
Casos recientes: ampliación de Las Palmas, Valorización de El Poblado y la vía en calzada simple entre Medellín y el aeropuerto (Túnel de Oriente) y hasta Parques del Río. Obras definidas más por las ganas de hacerlas rápido y de generar empleo, que por criterios de sana inversión y buena ingeniería.