/ Bernardo Gómez
Hace algunos días asistí a un espléndido concierto que agrupó diferentes cantautores de los años 70 y 80, de esos que siguen vigentes a pesar del paso del tiempo. Fue espacio para recordar y suspirar. La mayoría de los presentes sabíamos palabra por palabra cada canción, por lo que se escuchaba de cuando en vez un coro mágicamente armónico que invadía el recinto. Hasta aquí, todo maravilloso, con la excepción de cierta molesta e impertinente actitud de algunos de los asistentes, que en cuanto el artista concluía una de sus canciones, vociferaban a todo pulmón el título de la canción de su preferencia, con tal algarabía que intimidaba e incomodaba visiblemente al cantante de turno.
Imagino a cada uno de estos virtuosos preparando a conciencia su repertorio, tratando al máximo de agradar a su publico, sin sospechar el estruendoso choque con la enorme pared de la expectativa de la concurrencia. La llamo pared porque en eso se convierte esa terrible costumbre de construir moldes para todo y para todos, interponiendo un gran obstáculo que nos impide disfrutar de los otros y de la realidad tal cual es.
Cuando fabricamos expectativas, forzamos a otros a que entren en nuestro ideal. Un molde diseñado por el deseo y adherido por el miedo. Todos tenemos una expectativa principal, fundada por nuestro temor más visceral. La verdad es que la realidad y los demás no son nuestro molde; no caben en él, no se ajustan a las formas que construimos. El molde tiene como función imponer a alguien o a algo el cumplimiento de un papel determinado.
La triste verdad es que quien asigna esos papeles a la realidad es el miedo. ¿Miedo a qué? A quedarnos sin dónde apoyarnos afuera. Por lo general casi nadie puede encarnar el personaje y la actuación que le asignamos, porque también los demás tienen miedo y también ellos asignan papeles.
El remedio para vencer la expectativa es silenciar el miedo y aflorar la fe, entendiendo por fe no solo la confianza en Dios sino en nosotros mismos, en los otros y en la vida. Aquel que se aferra a sus expectativas es como si intentara agarrar el timón del barco de la realidad, transformándose en un terrible capitán, temeroso de lo real. De tal forma que, al igual que el Titanic, termina por colisionar contra el iceberg de la complejidad, ya que los criterios que nos imponen nuestras expectativas son tan rígidos que impiden maniobrar y son tan miopes que impiden ver. Lo mejor sería aprender a navegar por la vida sin agarrarse exageradamente al timón, soltándolo a veces en las tormentas y tempestades, simplemente dejándose –algunas veces– llevar por el oleaje y el viento, disfrutando del momento, del tiempo, sin peros ni tropiezos.
Si confiamos en nuestro espíritu, él nos conducirá fielmente. Nos sorprenderá descubrir que el fin es mejor que nuestra expectativa, aunque nunca lo hubiéramos imaginado. El secreto está en confiar y la confianza aniquilará nuestro miedo.
Una clave importante para ser feliz es no esperar nada de nadie –dejarnos sorprender con lo que el otro es y nos quiere ofrecer– no exigirlo ni arrebatarlo. No esperar nada de nada, dejar que cada situación traiga su afán. Al dejar libre la realidad, se manifestará la alegría que se crea cuando por fin nos dejamos maravillar por la vida y por los otros.
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