No nos dejemos ganar por el espejismo de la tecnología y los domicilios, los negocios de comida nos necesitan en sus establecimientos, démosle nuestra confianza.
Después de meses de inmovilización física y psicológica, los restauranteros reanudaron el servicio detrás de sus estufas y desempolvaron los manteles. Al igual que los leones finalmente liberados de su jaula, intentan lo mejor que pueden (re)construirse en un sector que carece más que nunca de puntos de referencia.
Algunos apuestan a la (r)evolución, otros le juegan a la continuidad. Al final, todos se toman la pastilla del Coronavirus automedicados, sintiendo más que nunca la ausencia de un gremio fuerte, la necesidad de un espaldarazo no de un club, pero sí de una organización defensora del sector, de todos, formales e informales, grandes y chicos, no la voz ya poco escuchada de algunos de sus miembros aportantes.
Y es que la reapertura plantea, para todos por igual, una multitud de interrogantes y nadie tiene respuestas. ¿Vendrán los clientes? ¿Estarán en el mismo estado de ánimo y tendrán las misma necesidades, gustos y expectativas? ¿Quieren consumir de la misma forma? Un rompecabezas anímico y organizativo a corto plazo que a los cocineros de toda índole les toca armar a ciegas.
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No hay que negar que el tiempo es tentador para hacer cambios radicales, el peligroso giro de adaptarse sin modificar la esencia, de concentrarse en lo que más se vende. La dinámica creativa debería venir al rescate, pero no es lo que observo: la nueva normalidad en los restaurantes se limita a protocolos de sanidad no a cambios estructurales.
Pero no solo deben cambiar los establecimientos, más que nunca la responsabilidad también es nuestra, como comensales. Nos imponen reservas, vamos a honrarlas; si nos ofrecen un postre, aceptémoslo, ¿un café?, pero por supuesto: es en esos pequeños complementos que los negocios van a encontrar mayor rentabilidad y asegurar su supervivencia.
Más compleja es nuestra obligación con aquellos negocios informales. Seguramente muchos cerraron, no lo sabremos, pero también son los que con menores inversiones pueden volver a abrir. ¿Qué hacer? Volver a parar en las esquinas, disfrutar una empanada al paso, una arepa callejera, un chuzo de estadio.
Y es que la mesa (entiéndase compartir la comida) se ha convertido en el último reducto de socialización de una sociedad con miedo. No nos dejemos ganar por el espejismo de la tecnología y los domicilios, los negocios de comida nos necesitan en sus establecimientos, démosle nuestra confianza.
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Se trata de una labor social, detrás de cada venta de comida hay innumerables empleos y oficios y es el momento de demostrarnos que podemos usar toda su fuerza tractora como un gran aporte al esfuerzo de recuperación.