Un trozo de lengua, el ternero nonato caucano y el kirish —tripas de cordero rellenas de arroz, carne y especias— deberían entrar tan fácil en mi boca como en mi mente. Hace unos días, compartiendo la mesa con cocineros y colegas en el restaurante Árabe Gourmet de Barranquilla, alguno dijo que para este oficio deberíamos tener la capacidad de probar todo. Concuerdo, pero no cumplo.
Con pudor me llevé a la boca un trozo de kirish. Estuvo bien, pero no sé si repita. Mi mente suele ganar el duelo entre saborear y racionalizar. El tema es profundo. Justo escribí sobre cómo ser un carnívoro sostenible, y todos los entrevistados coincidieron en que una de las formas es consumir la totalidad del animal. Agradecer y honrar esa vida, que nos da vida, aprovechando todo lo que nos brinda.
Le puede interesar: Guisanderas, a mucho honor
Es sostenible en temas ambientales, de salud —a más diversidad, más nutrientes— y en costos. Preparar algo sabroso con las partes que desechamos es el reto. Veganos y vegetarianos tienen otra mirada, para ellos comer con consciencia excluye de plano los animales. Pero el tema de fondo para mi reflexión va por otro lado; toca con ser consecuente y lo difícil que resulta predicar y practicar.
He aprendido que los “deberían” resultan inútiles. Procuro interiorizar los aprendizajes de la vida, y de la mesa. Como periodista, recorrer plazas, tiendas y restaurantes no tiene como finalidad “comer rico”; cada interacción, nuevo sabor y persona son una oportunidad para ampliar el espectro de la alimentación, para darle mayor sentido a la comida en un mundo que padece hambre.
Reflexionar sobre el alimento es un imperativo para quienes siempre disponemos de éste. Como lo expresa Martín Caparrós en su libro El hambre: “Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre —y al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadera”.
Pasan a un segundo plano gustos y decisiones sobre cómo alimentarse, la superioridad moral que viste a quienes llevan ciertas dietas. Porque como lo afirma el periodista en el mismo texto: “Las palabras ‘millones-de-personas-pasan-hambre’ deberían significar algo, causar algo, producir ciertas reacciones”. En este caso el “deberían” sí que tiene sentido.
Ser consecuente en este contexto resulta un reto mayor, quizás porque, como continúa Caparrós: “Este libro es un fracaso. Para empezar, porque todo libro lo es. Pero sobre todo porque una exploración del mayor fracaso del género humano no podía sino fracasar”.
alidece la impresión que me genera el ternero nonato, un aprovechamiento total del animal (animales). El antropólogo Carlos H. Illera lo explica en el libro Cocinas Parentales de Popayán: “… a los mataderos llegan con frecuencia vacas preñadas y son sacrificadas, puesto que nada, ni nadie, impide que eso ocurra. Al hacer el destajo de la res sacrificada, el feto es separado de las membranas fetales y junto con algunas de ellas es puesto en manos, por vía del comercio, de las artesanas culinarias expertas en la preparación del plato del ternero nonato”.
Aún no digiero, pero reflexiono.