Seguramente esa es la razón por la cual hoy mantengo un apetito desaforado por estos granos, los cuales recibo en cualquier momento y bajo la versión que me los ofrezcan. Me gustan trasnochados, recién hechos, fríos, espesos, simples, salados, chorotos, caldudos? y conste que estoy comentando sobre su consistencia, y nada he dicho de sus recetas.
Pues bien, lo que más me llama la atención de los frijoles es que sea donde sea, y sean de quien sean, siempre me saben diferentes. No es un galimatías. El asunto lo tengo pillado desde mi infancia y lo he comprobado hasta mis días presentes.
Era y es un hecho, cada vez que probaba frijoles en casa de un pariente, o en casa de una amiga, o en un restaurante de carretera o en Manizales o en Cartagena o en una finca de Támesis, los benditos me saben deliciosos, pero en cada lugar y en cada punto, aunque me saben a frijoles, me saben de manera diferente. Eso sí, cada vez que voy a la casa de mi tía Gabriela, los frijoles de su casa tienen siempre el mismo sabor, lo mismo me pasa con los del Restaurante Gloria en Envigado, y con aquellos de Pica-Pica en el Suroeste y así sucesivamente, queriendo decir que cada vez que como frijoles en estos sitios, compruebo que sus recetas son diferentes y bastante diferentes.
Hechas estas enredadas precisiones, vuelvo al asunto de mi libro: me siguen pasando los años por encima y permanentemente escucho a diestra y siniestra que en todas partes hacen frijoles, pero a la hora de la verdad en cada parte tienen en su receta una mínima diferencia. El asunto me llegó hasta el fondo, cuando en estos días tomándome un tinto en un lugar público, a mi lado se encontraban tres señoras tomando perico y hablando de frijoles. Obviamente se quitaban la palabra y sin entender lo que una le decía a la otra, logré sacar en claro que las tres hacían los frijoles casi igualito; pero al final de cuentas, resultaron completamente diferentes.
Por todo lo anterior, cada día que pasa constato más que en esto de recetas sobre frijoles no hay nada dicho y mucho menos escrito, razón por la cual tengo entre ceja y ceja un proyecto (ya tengo borradores) para recopilar en un solo libro una cantidad de recetas las cuales dividiré en tres capítulos a saber:
- Recetas de frijoles de familias de supuesta alcurnia.
- Recetas de frijoles de incógnitas mujeres de la ciudad y el campo.
- Recetas de frijoles de restaurantes urbanos y de carretera con reconocida reputación frijolera.
Se trata pues de verificar la cantidad de mañas y secretos utilizados tradicionalmente por cocineras de todas las clases sociales en la elaboración de nuestra más apreciada receta. No sé si este libro tenga éxito, y debo reconocer que más de una vez me he equivocado en aventuras editoriales; sin embargo, tengo el pálpito de su buena acogida al menos entre quienes al igual que yo somos fanáticos comilones de esta papilionácea. Quede claro: se trata de la receta escueta de los frijoles y no de sus múltiples y variadas posibilidades de acompañamientos.
Permítaseme finalizar esta crónica haciendo referencia de algunas recetas que en mi periplo de catadora frijolera aún tengo en mi memoria: recuerdo con nostalgia los frijoles de la humilde ventana de Doña Martina (carretera vieja de Guarne) calados con coles y cáscaras de papa; igualmente, aquellos aromáticos de mi ya mencionada tía Gabriela, calados con sidra; más remotos son aquellos que probé cuando tenía 6 años en Angelópolis, calados con yuca; jamás olvidaré los de la casa de las Botero en el Barrio Prado, preparados con zanahoria y salsa de tomate; de antología eran los de las fincas ganaderas de los Fernández en Caucasia, calados con exuberante plátano verde y lujuriosa garra; y por encima de todos recuerdo con mayor nostalgia aquellos de Carmen Rosa, la señora que durante medio siglo trabajó en casa de mi abuela materna, y quien semanalmente los calaba con auyama.
Si algún lector quiere apoyarme en este proyecto, recibo información y datos en las oficinas del periódico y desde ya le anticipo, mis más afrijoladas gracias.