/ Etcétera. Adriana Mejía
Imagino esta escena: un salón atestado de hombres y mujeres en plan de cazadores, sentados en modo auditorio, sin despegar los ojos de la “presa” que el “martillo” echará a volar en breve y pendientes de la instrucción –levante la mano, no la levante– que alguien les imparte vía celular. No es una subasta de antigüedades, ni de obras de arte; tampoco de aves. Es de los pedazos en que quedó nuestra Historia el día que se rompió. Surrealista, sí.
¿Quién da más por El patrón del mal, Las muñecas de la mafia, Las prepago, El Capo…? Tres caínes, a la una; a las dos; a las tres. ¡Vendido Los tres caínes¡ Clap, clap, retumban las palmas de los agraciados. Saborean lo que se les viene: las cifras del rating y el tintineo de las registradoras.
La porno violencia vende, el negocio está servido. Una transacción comercial apenas normal en una economía de libre mercado. Solo que los responsables se niegan a reconocer lo evidente: el ánimo de lucro. Con el argumento fatuo de que hay que formar las nuevas generaciones y con el cuentico de que pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla, la televisión ha terminado por entronizarse en las salas de las casas, no solo como la Maestra de la familia, sino como la gran historiadora de nuestros días.
Para qué historiadores, si existen libretistas que remiendan y sesgan las realidades de lo que nos sucede y marca como sociedad; sobre medida (formato televisivo) y a velocidad de rayo (antes de que comiencen a sanar las heridas). No sea que más adelante, cuando el tiempo decante las atrocidades –en este caso de los hermanos Castaño y sus paramilitares–, rigurosos investigadores que sí están preparados para dejar constancia a la posteridad les arrebaten la gallina de los huevos de oro. La que ellos mismos están desplumando.
Claro que de esa rueda de la fortuna, los televidentes, que suelen tragar entero con tal de entretenerse, han participado activamente. Convencidos, o convenciéndose, de que asisten a un proceso de reconstrucción de memoria histórica. Qué tal. La caja mágica convertida en paraninfo y las empresas convertidas en catapultas de la distorsión atávica: al espectador pan y circo. Es, por lo menos, una falta de respeto con los muchísimos compatriotas, víctimas de cualquiera de los bandos que han llenado de dolor y miedo el país.
Por fortuna, como decía, a la gallina se le empiezan a caer las plumas. Gracias a un movimiento iniciado en las redes sociales, invitando a no ver Los tres caínes, la gente parece estar volviendo del estado de hipnosis que la obligaba a permanecer clavada en el sofá, asistiendo a la transmutación de los villanos en superhéroes y de los no-villanos en extras del montón. Tal reacción, inesperada y colectiva, prendió la alarma entre varias de las firmas anunciadoras que, temerosas de que su imagen decayera ante clientes y consumidores, decidieron retirar sus pautas publicitarias. (Por supervivencia, antes que por ética. Pero algo es algo).
Y al desconcierto inicial, siguió la polémica. La programadora, los publicistas y algunos periodistas-empresarios denunciaron la existencia de un boicot semejante al que realizaron hace años el Grupo Grancolombiano con El Espectador y la Andi con el noticiero de un famoso comunicador, dicen. E hicieron autogol, porque la comparación refuerza la posición de los contrarios. Una cosa es una censura proveniente del poder político o económico y, otra, un rechazo proveniente de los ciudadanos de a pié. La primera es abominable; la segunda, saludable. Y reconfortante. Todavía el discernimiento tiene salvación.
ETCÉTERA: Dice Vargas Llosa en La civilización del espectáculo: “Lo que tiene éxito y se vende es bueno y lo que fracasa y no conquista al público es malo. La desaparición de la vieja cultura implicó la desaparición del viejo concepto de valor. Para esta nueva cultura son esenciales la producción industrial masiva y el éxito comercial”. Vale la pena leerlo.
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