En Italia se convirtió en épocas de hambre y mucha pobreza en la base de la alimentación popular
Mi primer encuentro con la polenta tuvo lugar en un restaurante de comida italiana que ofrecía como plato especial ese día un ragú de conejo montado sobre cremosa polenta. Como yo lo que quería era conejo, me importó muy poco lo que encontraría detrás de la frase “montado sobre…”.
Y qué equivocado estaba. El conejo parecía haber sido cocinado por los ángeles o por los dioses, pero la dichosa polenta lo acompañó con un decoro más que excesivo, y a lo mejor logró opacar al actor principal de esa presentación. Esto dejó en mi mente la necesidad de averiguar más sobre ella, puesto que en esa noche sus ingredientes y manera de hacerla fueron un total misterio para mí.
Al día siguiente, muy temprano, me dirigí a mis libros de referencia y aprendí que la polenta es descendiente de una milenaria comida campesina de Europa y que después de que a esos rumbos llegara el maíz, en Italia pasó a ser hecha a base de la harina del maíz amarillo, reemplazando la harina de algunos cereales. Aprendí también que en este país se convirtió en épocas de hambre y mucha pobreza en la base de la alimentación popular, tal como fueron para nosotros los frisoles y el arroz. Estos, hasta no hace muchos años, eran un plato obligado en la comida diaria antioqueña, en ocasiones acompañados con carne molida o con tajadas fritas de plátano maduro.
Una polenta cremosa se hace en una paila, preferentemente de cobre, en la que se hierve agua salada. Poco a poco se le agrega harina de maíz amarillo, mientras se va revolviendo con una cuchara de madera con un movimiento de abajo hacia arriba y tomando cuidado de que no se formen grumos; poco a poco todo irá espesando y empezará a borbotear. Estará lista cuando al revolver se desprenda de los lados de la paila, pero esté suave y cremosa. Si se desea, al final se puede cubrir con un poco de salsa de tomate recién hecha y queso parmesano recién rallado.
En algunas regiones de Italia se consideran casi sagrados los utensilios que usan para hacerla, y pasan de mano en mano, de generación en generación.
Cuenta la tradición reciente que durante el gobierno fascista un decreto obligaba a la gente a entregar al gobierno los utensilios de metal y hierro, para utilizarlos en la fabricación de armamentos. Las mujeres se negaron a ceder sus pailas de cobre, pues –argumentaron– cómo iban a entregar el “paiolo” en el que varias generaciones de la familia habían hecho la polenta. Al final, estas fueron exceptuadas del decreto original y se permitió que permanecieran como propiedad de las familias.
Particularmente me ha llamado la atención como los italianos adoptaron como propios los tomates, los ajíes picantes y la harina de maíz, elementos importantes de sus cocinas regionales y de su alimentación. Algo que nosotros aún no hemos logrado.
Se pueden enviar comentarios o sugerencias a [email protected]
Buenos Aires, agosto de 2013.
[email protected]