El tan temido “Gran hermano” de Orwell somos nosotros mismos. En un mundo donde la vigilancia es permitida, afrontemos verdades incómodas y conversaciones urgentes.
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Es difícil criticar un régimen de control en el que todos estamos felices: publicamos cada paso en Internet sin que nos obliguen, entregamos información de manera indiscriminada y sin reparo; caemos en cadenas supersticiosas que nos prometen un mejor abril o un 2024 lleno de viajes. No es fácil cuestionar una vigilancia sólida y sin fronteras en la que nuestro ego y ganas de brillar han triunfado como una luz amarilla en medio de un cielo oscuro.
A veces nos vigilan y, en otras ocasiones, nosotros vigilamos. Hace algunos años una coequipera me preguntaba si, con los datos de una conexión a streaming, podía conocer las cédulas, teléfonos y direcciones de las personas que nos estaban viendo. Luego de un espantoso y horrible silencio le contesté: “¡Por fortuna, no!”.
Con nuestros teléfonos inteligentes e infinitas posibilidades de seguir lo que otros hacen, somos la figura perfecta del Gran Hermano. Ese personaje nacido en 1984 (George Orwell) y que siempre esperamos que fueran las organizaciones y los gobiernos que ejercen un control excesivo que invade la intimidad, somos nosotros mismos. Hermanos mayores de nuestros amigos, familiares y compañeros de trabajo. De este último grupo, abundan.
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Pese a que la privacidad es un lujo ostentoso del siglo pasado, es importante hablar de ella e insistir en su importancia en un mundo donde la tecnología avanza tan rápido que no alcanzamos a entenderla. No se trata de negar todo lo que las Tecnologías de la Información y la Comunicación nos han dado; sin embargo, sí se trata de poner el dedo en la llaga (a propósito de semanas de resurrección) para reconocer que, mientras nos dejamos maravillar por palabras como blockchain, metaverso o inteligencia artificial (cada año tiene la suya), existen conversaciones éticas y de derechos digitales pendientes. Entre ellas esos universos privados, íntimos y secretos que todos tenemos, los mismos en los cuales se fundan algunas de las ideas más poderosas de la libertad.
El 4 de febrero de este año, Facebook cumplió 20 años y, entre los muchos análisis que se escribieron, The Economist publicó uno que tituló: El fin de las redes sociales. En él expone cómo su uso, luego de la pandemia, ha disminuido, pasando de un 40 % a un 28 %. ¿Las razones? Nos estamos encerrando en grupos privados de Whatsapp, Telegram, Instagram, entre otros. Grupos que pueden ser pequeños o alcanzar a miles de personas.
¿Quién y cómo se van a moderar estos espacios?, ¿cómo se controlarán?, son preguntas que comienzan a ocupar pequeños lugares de agendas políticas e informativas en el mundo. Como lo reconoce el mismo medio económico, “en las dictaduras los chats privados salvan vidas. Pero los grupos de Telegram de 200.000 personas se parecen más a transmisiones no reguladas que a conversaciones”. ¿Quién resultará, esta vez, ganador de esta, nuestra lucha, por la libertad?, ¿dónde se consignarán nuestros nuevos derechos?
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Es difícil criticar un régimen de control en el que todos estamos felices. En estos momentos, solo me valgo de la hermosa frase del libro de ciencia ficción español La nave (Tomás Salvador) que poéticamente dice: “Me siento diferente a mis hermanos de raza, porque estoy aislado, porque estoy dudando, porque estoy temiendo”.