La sociedad de los tuiteros anónimos

¿Es real la sensación de libertad que sentimos al opinar de todo y por todo en plataformas sociales?

Mi padre, en una de esas frases a veces trituradas que suelen tener las personas mayores, solía decirme en mis frecuentes ataques de ira juveniles: “Eres dueña de tus silencios y esclava de tus palabras”. Como corresponde a cada uno de los tiempos, siempre lo ignoré y, como si fuera poco, llegado su momento, trasladé todos esos ímpetus juveniles a plataformas sociales como la entonces llamada Twitter.

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Día tras día me ocupaba de ver las tendencias para saber dónde y en qué temas generar una opinión, rebeldía que parecía lucirle bastante a la entonces periodista inexperta que quería cambiar el mundo. Ese ejercicio me trajo muchas recompensas, entre ellas varios trabajos, invitaciones a conversar, viajes y una suerte de idea de reconocimiento que hoy considero falsa. “Urbana famosa”, me dice una compañera de trabajo para reírse de mí.

Abrazo a esa Perla que fui, a veces le sonrío y hay momentos en los que extraño algo de ella. Sin embargo, he de confesar que hubo un día, no sabría decir con precisión cuál, en el que me cansé de pelear con el mundo y de vivir, como diría Fernando González, a la enemiga. En ese mismo retazo de tiempo entendí que podía cambiar el mundo, al menos el que puedo cambiar desde ‘mi banquito’ (como dicen los amazónicos), con un poco más de ternura y amabilidad; además, me enteré de algo que tal vez me ocultaba: mi opinión, al menos la pública y acalorada, no le importa a nadie.

Fue así como me inscribí en la larga, pero oculta cofradía de los tuiteros anónimos. Hay quienes también nos dicen tibios y cobardes. Ahora no insulto a nadie y aunque cada semana recibo bastantes críticas de “algunos sujetos enamorados” y los insultos pueden bajarme de vez en cuando las defensas y aburrirme, llevo una vida mucho más tranquila.

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Dejar de expresar todo lo que pensaba en voz alta cada vez que salía de una reunión que me molestaba o que tenía un debate acalorado con alguna amiga, contrario a robarme libertad, me dio un poco más. He ganado poder sobre mí misma y ahora, como diría mi padre, soy dueña de mis silencios. A veces la valentía que profesamos cuando tenemos una pantalla de por medio no es más que un engaño, nuestra pequeña y adorable black mirror, nuestro indestructible templo del control.

Como si fuera poco, ahora puedo respirar tranquila sin la idea, venida a absurdo compromiso, de llevar una vida cotidiana convertida en una vida moral. ¡Qué cansancio! Además, me he regalado suculentos placeres como el de la contradicción, la integración, la falta de coherencia y la posibilidad del cambio de opinión. Y de ñapa: ahora no quiero imponerle esa vida moral que exige tener una opinión sobre todo (especialmente si nos lleva a lo políticamente correcto) a todo el mundo. Desde hace algún tiempo, no sabría decir con precisión cuánto y alejada de los hábitos evangelistas, puedo decir con orgullo: “Mi nombre es Perla Toro y también fui tuitera”.

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