Con esta expresión -“Lo primero es no hacer daño”- atribuida a Hipócrates, empieza el juramento que realizamos los médicos cuando nos graduamos, esto es, cuando empezamos a aprender la verdadera medicina, la medicina de la vida.
Pero cuán olvidado está el compromiso. Es grave y deplorable el estado del acto médico en el mundo actual, con honrosas excepciones entre médicos y centros hospitalarios. La medicina oficial, a la que acceden la mayoría de los colombianos a través de IPS y EPS, vive un estado de enfermedad crónica grave. Hay diagnósticos suficientes, pero las causas, las raíces, aún no se enfrentan. No existe la voluntad política para afrontar este monstruo de 7 cabezas que devora nuestro sistema sanitario.
Un grano de arena en medio de la desesperanza lo constituye la máxima hipocrática. Que gran ayuda para el sistema enfermo es cualificar el encuentro médico-paciente y empezar por no hacer daño. El acto médico se puede afinar con elementos que son generadores de salud, salutogenéticos. Hacemos daño cuando no saludamos de manera amable y respetuosa al ser humano que tenemos al frente. Saludar es salud-dar. A veces el médico no mira a los ojos al paciente. En la mirada reconocemos el yo del otro y podemos contactar con su alma: los ojos como espejo del alma, la mirada como emisora de luz, tienen mucho para decirnos. Partiendo del reconocimiento del yo, me esfuerzo por comprender su pensar, por escuchar atentamente su palabra, expresión de lo que piensa. En esta primera parte del acto médico están involucrados los cuatro sentidos superiores: la audición, el sentido de la palabra, el sentido del pensamiento ajeno y el sentido del yo ajeno. Con la conciencia de estos cuatro sentidos los médicos y terapeutas podemos transformar el encuentro con el enfermo.
Un segundo aspecto está dirigido al enfermo, al ser humano que padece. Cuando R. Steiner e Ita Wegman* se preguntan: ¿por qué y para qué enferma el ser humano?, hablan del papel de la enfermedad en el proceso evolutivo. La enfermedad despierta la conciencia, induce al ser humano a entrar en su interior, a hacer un alto en el camino. Estos pensares se dirigen a los seres humanos que quieren transformar su salud desde ellos mismos; todos tenemos una capacidad de autorregulación fuerte que fue nombrada por Paracelso como el “médico interior” y tiene su asiento en el cuerpo vital humano. Una antigua ideografía china ubica al ser humano enfermo dentro de un templo; y pone sobre este ideograma un signo que viene del cielo y que se lee como una luz que revela el sentido de la enfermedad. Todo proceso de sanación empieza en el propio templo, en el interior, concluye el sabio oriental.
Para muchas culturas el cuerpo humano es un templo de la divinidad y el alma habita en ese templo con el deber de cuidarlo, de no hacerle daño. La mayor parte de las enfermedades orgánicas y corporales tienen origen anímico. Un paso fundamental para transformar estos problemas es el cuidado del propio cuerpo que incluye: el respeto por la nutrición (la alimentación lucha contra la muerte), el apoyo de la vitalidad a través del mantenimiento de los ritmos y el cuidado de las emociones. En el campo de las emociones caemos con frecuencia en el plano animal y nos deshumanizamos, nos dañamos. La máxima hipocrática se debe cumplir en cada templo. No nos dañemos a nosotros mismos.
*“Fundamentos para una Ampliación del arte de curar”.
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