/ Jorge Vega Bravo
Hace 28 años, una noche de verano en las laderas del Río Cauca que dan sobre La Pintada, estuve presente en una tertulia cuyo corazón era don Mario Londoño Ángel. De esa tertulia y otros encuentros se fue tejiendo una profunda amistad con este ser maravilloso que falleció el pasado 14 de Junio.
Tenía 94 años y era un ser poco común. Siempre estaba dispuesto a escuchar, a orientar, a apoyar, a buscar soluciones, a mostrar caminos. Tuve la fortuna de ser uno de sus médicos durante 27 años y fue él quien me planteó que la verdadera medicina es la medicina de la amistad. Las conversaciones con él eran una verdadera mina de historias y experiencias vitales. Mario estaba en la línea de lo planteado por Hipócrates: lo esencial en el encuentro entre el médico y el enfermo es lo que sucede ‘entre medio’, esto es la phylia o amistad. La medicina de la amistad fue objeto de una columna en la Ed. 449 de Vivir en El Poblado.
A los pocos días de la mencionada tertulia me llevó de regalo al consultorio una pieza de madera con una historia: “Las porcelanas de palo cuando son de verdad y se respetan, vienen con su cuento”. Mario tenía una profunda relación con la naturaleza y con los seres humanos. Era un recolector de piedras que pulía y presentaba de manera estética y un gran observador de las formas de la naturaleza. Desarrolló la capacidad de tomar troncos de matarratón, limoncillo y otros árboles y luego de un paciente trabajo de limpieza, pulido y encerado surgían de sus manos verdaderas porcelanas de palo: así las nombraba. Piedras, porcelanas de palo, libros y fotografías adornaban la que él llamaba la checheroteca. La porcelana que me regaló iba acompañada de una carta de la que extraigo algunos apartes: “Me llamo TIRAFLECHAS. Vengo en línea directa del P… de Cimarronas y del B… de Guaca. Soy, por consiguiente, bisnieto de la Madremonte que habitaba en el paraje de los Rincones, muy cerca del idílico Jardín de Piedra… Pertenezco, mis cicatrices lo confirman, al glorioso ejército de los defensores del medio ambiente en la heredad de mis mayores. Soy del más puro, fino y humilde, pero tradicional, limoncillo antioqueño… Es horrible pelear esta sucia guerra contra químicos de tractomulas, de superbuses, de jumbojets y de sapitos multicolores y ruidosos”. Y concluía: “Las porcelanas de palo también sirven para la soledad y el aburrimiento”. Su pasión por la lectura y la buena conversación se mantuvieron hasta el final de su vida. Mario fue un admirador y fiel lector de Vivir en El Poblado y en varias conversaciones me expresó su acuerdo con esta manera independiente de hacer periodismo.
Y en medio de los momentos difíciles, que como todo ser humano los tuvo, surgía de él una fuerte entereza, un yo íntegro y templado respaldado por una enorme fe, por una gran confianza en el mundo espiritual. Mario era un caminante que se nombraba a sí mismo como peregrino, palabra que viene del latín per-agrare, ir por el agro, ir por el campo. Mario recitaba una oración de su cosecha, de donde tomo esta frase de despedida: “Acompáñame entonces, que soy un peregrino, que voy al más allá, donde tú sabes, a la Casa del Padre, segura y duradera”.
[email protected]