/ Etcétera. Adriana Mejía
El Día Mundial de los Animales que se acaba de celebrar me trajo a la memoria una entrevista del escritor español Pedro Ruiz con el cantautor argentino Alberto Cortez en TVE. La recordaré siempre porque, entre otros temas, se detuvieron en uno que hacía referencia a mi composición preferida del invitado: “Callejero”.
Cortez, que no tiene hijos y vive en Madrid, recordó cómo le había cambiado la vida un perro callejero –a él, que le aterraban los perros– que resolvió instalarse debajo de su carro y que tuvo que entrar a la casa, “temporalmente”, por insistencia de su mujer.
Habló de la alegría, la ternura, la gratitud, la compañía que llevó consigo a la familia. Hasta el punto de que su primer contacto con la realidad, luego de un accidente cerebral que casi le cuesta la vida, fue la imagen del perro arropándole el cuerpo con las patas delanteras.
(Recuerdo a ese hombre grande y ronco, con la voz quebrada por la emoción, y se me hace un nudo en la garganta. Observo a Luna roncando plácida al lado mío, con las orejas y la cola desgonzadas, y me conmuevo. Pienso en la cantidad de gente que abandona las mascotas –en especial en los veranos–, y reviso las estadísticas del maltrato animal en la ciudad y el país, y me da rabia. E imagino el sentimiento de pérdida que llevó a Cortez a escribir la canción, y lo comparto).
Sí, quiero a los animales. A casi todos, empezando por los perros. Los considero un regalo de la naturaleza, lleno de enseñanzas que necesitamos, aunque no siempre valoramos. Hay que convivir con ellos para saber que, más allá de su aspecto físico y de sus reacciones instintivas, son individuos inteligentes. De una manera diferente a la nuestra.
El periódico italiano “Corriere della Sera” publicó recientemente un testimonio de un etnólogo que conoció el caso de una señora que se encontraba con su perro y una amiga en un parque natural; la picadura de una avispa le desencadenó una reacción alérgica que la dejó sin respiración; el perro, en lugar de quedarse de guardia –lo que suponemos le ordenaría el instinto–, corrió hasta el puesto de guardabosques –lo que suponemos le ordenaría la mente– a buscar ayuda; tanto ladró y brincó que uno de ellos lo siguió y pudo salvar la vida a su dueña.
Seguro que habrá lectores que no creen estas historias, o que no quieren a los perros, o que lo último que harían sería vivir con uno bajo el mismo techo. Están en todo su derecho –siempre y cuando los respeten– y no por ello van a ser mejores o peores personas. Como tampoco van a serlo los que sí creen y quieren. Porque en ambos bandos hay fundamentalistas. En el primero, abundan los que piensan que el cariño por los animales y el cariño por los hombres (hablo en genérico) son excluyentes; dicen que preferirían adoptar un niño, dar una limosna, etcétera. Y en el segundo, abundan los que privilegian a los animales respecto de los seres humanos; son los que les pintan las uñas, los visten con ropa de diseñador, les dan comida a la carta…
¡Por qué se complican tanto la vida, los unos y los otros! Si los perros son perros. Seres vivos que gozan y sufren, compañeros fieles, ejemplos de nobleza, maestros de amor incondicional…, pero perros que necesitan que los dejemos seguir siendo lo que son: únicos.
Ah, y no comen cuento ni caviar; con el cuido les basta.
Etcétera: En una investigación de la Universidad de Pensilvania, la científica Erika Friedmann, basada en estudios realizados con grupos de niños, ancianos y enfermos del corazón, concluye que la cercanía de un animal de compañía hace más solidarios con el prójimo a los niños, más longevos a los ancianos, y más dispuestos a sanar a los enfermos. Y a todos, más felices.
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