Eran diez los integrantes de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo conformada por el presidente César Gaviria para repensar la educación. La gente los llamaba “el grupo de los sabios” como para no tenerse que acordar del nombre de ninguno (Patarroyo, Llinás, Marco Palacios, Eduardo Aldana, Ángela Restrepo, Gabriel García Márquez…). Produjeron un texto magistral que el propio GGM dio a conocer en julio de 1994. Un texto lleno de historia y literatura –no podía ser de otra manera con un Nobel de por medio-, vigente siempre porque nos sitúa en las raíces de la agresividad, el individualismo, la codicia, el amor por la tierrita, la desmesura, la deficiente educación y la autocomplacencia que nos caracterizan a los colombianos.
“Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos”, señalan los sabios en alguna parte del texto (ojalá leerlo y/o releerlo sea un propósito común). A pesar de que muy probablemente sospechaban que su esfuerzo correría la misma suerte de lo que ellos denunciaban: el olvido. Por la sencilla razón de que invertir en educación es invertir a futuro y eso a los políticos de turno les encaja recto a la barbilla, los noquea. Lo suyo son los resultados inmediatos y tangibles. Ver y tocar, para luego votar (admiro y agradezco la convicción y el esfuerzo del gobernador Fajardo en darle a la educación el tratamiento que se merece, aunque su frase de batalla suene pretenciosa).
Hay un párrafo cuya reproducción a manera de cartel debería ser tan obligatorio en instituciones educativas, como lo es la foto del dictador en todos los despachos oficiales. Es el que da vida al título del informe: Por un país al alcance de los niños: “Nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde terminan los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada uno pudiera trabajar en lo que le gusta y sólo eso”.
De esta carta de navegación que la Misión diseñó hace veinte años -¡veinte!, y el Macondo que va de la Guajira al Amazonas sigue igual, ¿peor?- resalto unas ideas de la parte final: “Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aproveche al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética –y tal vez una estética- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar… Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía…”.
Etcétera: Los resultados de las Pruebas Pisa; la opinión de su coordinador, Andreas Schleicher: “La educación en Colombia se basa en métodos anticuados”; las palabras del colombiano Orlando Ayala, vicepresidente de Mercados Emergentes de Microsoft: “Ningún país es competitivo sin apostar por la educación”; y la muerte de García Márquez, autor intelectual del manifiesto, fueron los motivos para esta columna.
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