El período comprendido entre los 12 y los 20 años es una edad particular de la existencia humana y una conquista de la modernidad. Hasta el Renacimiento, el ser humano saltaba de la infancia a la edad adulta y la mayoría de los niños aprendía un oficio y se dirigía al mundo buscando herramientas prácticas.
La adolescencia es un proceso dramático en la vida humana. Adolescente es un sustantivo derivado del gerundio del verbo adolescere que significa crecer y cuyo participio pasado es adulto, crecido. Jung decía que el principal afán de un adolescente es dejar de serlo. Todos recordamos con un colorido especial, lleno de contrastes, esta época maravillosa y difícil al tiempo. Recuerdo la leyenda del joven Parsifal en búsqueda del ideal y me inspiro en dos de mis hijos, aún adolescentes: María y Juan Esteban.
El fenómeno central de este momento evolutivo es el despertar de una actividad hormonal que se acompaña de profundos cambios corporales y anímicos. Nace el tercer nivel de organización del ser humano: su cuerpo astral o cuerpo de sensaciones. La aparición de los caracteres sexuales secundarios anuncia este nacimiento que tiene lugar entre los 12 y los 16 años y se caracteriza por la emancipación de la vida afectiva, antes vinculada al cuerpo y dependiente de él. La vida afectiva y sensitiva se conecta con el pensar y se libera. Esto permite a los jóvenes retirarse a su propio mundo anímico. La soledad es el leitmotiv de la pubertad. “Nadie me comprende. ¿Hay alguien tan solo como yo?”
Empieza la búsqueda de un nuevo papel en el mundo: ¿Dónde me encuentro? ¿Cómo me valoran los demás? Es la búsqueda de la propia identidad y cuando se malogra conduce a profundas crisis.
En esta edad los procesos salutogenéticos se centran en el acompañamiento consciente de los jóvenes. Ellos ya no aprenden por imitación (1er septenio), ni responden a la autoridad por si misma (2º septenio) sino que el proceso educativo se centra en la emulación. El joven quiere reconocer al mayor como guía. El muchacho necesita héroes para emular y superar. Necesita reconocer en esos adultos pensamientos llenos de verdad. Para el niño del primer septenio el mundo es bueno; en el segundo es bello: es artista por naturaleza, y en el tercero necesita reconocer la verdad. En esta época nace la capacidad de juicio que se puede transformar en crítica demoledora frente a un adulto incoherente. Y la coherencia es un estado generador de salud.
La salud vive en el equilibrio armónico entre expansión y contracción, entre movimiento y quietud, entre simpatía y antipatía. Interés por el mundo y corazón abierto hacia el otro y hacia el mundo cultivan y fortifican el cuerpo astral. Resolver en el propio interior de manera egocéntrica o criticar por costumbre lo debilitan. Reconocer la diferencia le permite habitar el propio yo y reconocer el yo ajeno. Benevolencia y confianza son las fuerzas que estimulan una movilidad sana del cuerpo emocional y le permiten al adolescente pasar por este “océano agitado de sensaciones”, generando salud.
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Parsifal, María y Juan L
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