Sucedió el 9 de septiembre de 2017. El papa Francisco cumplía su cuarto día en Colombia. El obispo de Roma llegaba a la capital antioqueña después de tener una movida agenda en Bogotá y Villavicencio. Era el segundo pontífice en toda la historia en arribar a esta ciudad tras la visita, el 5 de julio de 1986, de Juan Pablo II.
Cerca de un millón 300 mil feligreses se congregaron en la pista del aeropuerto Olaya Herrera con la expectativa de asistir a la misa campal y de ver, así fuera a la distancia, al carismático Jorge Mario Bergoglio, máximo jerarca de la Iglesia Católica.
Esa mañana fue excesivamente fría. Las bajas temperaturas se fusionaban con la lluvia, indómitos vientos y una densa bruma que pareció adherirse al asfalto del aeródromo local.
Para acceder a la pista los organizadores dispusieron de varios accesos sobre la carrera 70, a la altura de Belén Las Playas. El ingreso para el público se habilitó desde las 6:00 de la mañana.
Aún sin amanecer, y con el alba gélida, todo parecía caótico: una multitud recubierta con paraguas, impermeables y plásticos caminaba presurosa entre charcos. Era una peregrinación de creyentes de todas las edades, etnias y condiciones sociales, una masa inundada por rastros de la fe.
“Llegamos al aeropuerto como a las 3:00 de la madrugada por donde uno ingresa cuando va de viaje, no sabíamos que el ingreso para público general era por la 70. Había mucha Policía y Ejército. Una persona de seguridad nos dijo que lo mejor es que no entráramos ahí con los niños”,
describe Paula Jaramillo Destouesse.
A pesar de la fuerte barrera que se anteponía, ella siguió adelante con su sacramental tarea. Con su rostro enjuagado oró con profundo recogimiento durante varios minutos: seguían afuera. Desde lejos, el guarda, de 1.90 de alto y con una voz tan recia como su estatura, los miraba con frecuencia.
Sin embargo, antes de que aclarara el día, y con toda su ropa empapada, Paula, Jaime, Mathías y “Santi” lograron ingresar al área donde se dispuso el escenario para la misa campal. Lo hicieron directamente por la puerta del terminal aéreo, por donde accedían los invitados especiales, el personal de seguridad y las autoridades eclesiásticas, militares y civiles; además de los clérigos y hermanas de las diferentes comunidades religiosas de la ciudad.
“Una mujer Policía siempre estuvo pendiente de nosotros. A eso de las 6:00 de la mañana, cuando llegó un grupo de seminaristas, sacerdotes y monjas, ella nos dijo que ingresáramos”, cuenta con emoción Paula.
Bajo el manto de una procesión de túnicas estaban allí para darle vuelo a su propia convicción. Ya, en ese sitio, eran pasajeros preferenciales en ese viaje de veneración multitudinaria. Ahí sintieron evidente la primera revelación de lo que sería su proeza, como si un ángel los estuviese abrigando.
Con “Santi”, Paula fue madre por segunda vez:
“El niño nació perfecto, pero a los tres meses sufrió muerte súbita infantil. Esa es la mayor causa de deceso en menores de un año en todo el mundo. Creí desfallecer, mi vida se quebró en dos”,
indica.
El pequeño quedó en coma y con una lesión neurológica severa. Durante 20 días permaneció en UCI, pero contra todos los pronósticos “Santi” sobrevivió, algo que solo ocurre en el 0.1 % de los bebés que sufren muerte repentina.
Ante esa señal providencial, la familia se arropó en el amor de sus seres queridos y el amparo de la fe. Con convicción desafiaron la encrucijada del duelo, implementaron campañas para prevenir la muerte súbita infantil y crearon la Fundación “Santi, un milagro de vida”, con su ecocuna “Sueño seguro”, diseñada para salvar vidas de recién nacidos, en especial en zonas vulnerables de la otra Colombia.
Ese apostolado ameritaba una bendición del emisario de Jesús en la Tierra, pero llegar hasta el pontífice sería una tarea colosal. Casi que absorbida por la muchedumbre y todavía destilando lluvia la familia Salazar Jaramillo permaneció apacible entre plásticos y carpas a la espera del arribo del anunciado visitante.
Las complejas condiciones atmosféricas de esa mañana obligaron a un cambio en el medio de transporte que llevaría al papa hasta el Olaya Herrera. Todo estaba previsto para que Francisco arribara, desde el aeropuerto de Rionegro, en helicóptero.
Por seguridad aeronáutica el vuelo jamás se hizo y el obispo romano llegó al escenario ecuménico en un automóvil. Un “papamóvil” lo paseó de un extremo al otro de la pista área. Verlo en ese recorrido avivó las esperanzas de Paula y sus compañeros de travesía.
“Pasamos del frío intenso al calor agobiante. Ese cambio y la larga espera estaban descompensando a ‘Santi’. En un momento pensamos que nos íbamos a tener que salir la ceremonia”,
recuerda.
Una vez concluida la misa, pasado el mediodía, la familia reactivó el plan y continuó abriendo paso entre la gigantesca romería. Ya habían superado tres cordones de seguridad, estaban cerca. En el penúltimo cierre, otra inesperada luz les marcó la ruta: una de las vallas estaba corrida lo que permitía avanzar más en su propósito.
“¿Hacia dónde voy?” Le preguntó ella a su esposo: “¡Sigue para allá!” Le señaló él, sin saber con certeza el punto exacto donde estaba el papa. Ahí, y sin enterderlo todavía, estaban recibiendo la segunda señal.
Ella salió presurosa con “Santi” entre sus brazo. Jaime se quedó detrás de las vallas con Mathías, su hijo mayor. En ese punto, en mitad de la pista, dentro de una de las callejuelas por las que transitó el “papamóvil”, se sintió desorientada. Volteó a mirarlos y ambos la animaron para que finalizara la misión.

Mientras su anhelo tomaba vuelo, al unísono la multitud coreaba “sí se puede, sí se puede”. Muchos increpaban a la guardia para que dejaran seguir a esa valiente mujer que llevaba a su hijo aprehendido a su fervor.
“En el último acordonamiento no me dejaban seguir. Ahí estaba el escolta que nos frenó a la entrada y se sorprendió al vernos. Cuando llegue a ese punto el papa se estaba despidiendo del alcalde y el gobernador. Ya se iba a subir a un carro, pero de manera providencial giró, me miró y me indicó que fuera hasta donde él. Simplemente, fue un milagro: una última y definitiva señal de misericordia”,
describe con emoción.
Revestido de la bondad que lo caracterizó durante su pontificado, Francisco atendió la suplica de Paula para que le impartiera, a su pequeño, una bendición en nombre de todos los niños enfermos del mundo. Con dulzura, el papa contemplo al niño, lo acarició sutilmente en su rostro, besó su frente y lo bendijo.

En la despedida, esa tarde, Francisco apretó las manos de Paula y le regaló como recuerdo un Santo Rosario.
“Siempre guardaré en mi corazón ese gesto de misericordia y generosidad. La ternura de su mirada y recibir sus palabras de esperanza hacia nosotros. Fue muy emotivo estar tan cerca de una figura tan representativa como la del papa”,
agrega.

Luego, en la misma pista del aeropuerto Olaya Herrera, Paula, “Santi”, Jaime y Mathías se fundieron en un poderoso abrazo que provocó una cascada de sonoros aplausos y vivas entre las miles de personas que presenciaron el emotivo encuentro.
“Su partida, este lunes, me movió el corazón. Dejó en mí una huella imborrable. Oré mucho por su salud cuando estuvo hospitalizado. Con esta experiencia he entendido que hay dos formas de ver la vida: como si nada fuera un milagro o como si todo fuera un milagro”,
concluye.
Hoy, siete años después de esa vivencia con el papa Francisco, esta familia sabe que su mayor milagro es la existencia de “Santi”, un superhéroe que con sus cunas ecológicas ayuda a salvar la vida de muchos bebés en Colombia. Para todos, oírlo reír cada mañana es como recibir un regalo que proviene desde el mismo cielo.
Perfil de Paula Jaramillo Destouesse: https://vivirenelpoblado.com/la-guardiana-de-un-milagro-llamado-santi/