A todas las generaciones, y en especial a las más recientes, les ha llamado la atención criticar comportamientos y actitudes de las generaciones anteriores. No nos explicamos cómo podían nuestros padres y abuelos convivir con situaciones que hoy, a todas luces, vemos como subdesarrolladas. O incluso, atroces.
¿Cómo podíamos, hasta hace pocos años, ser tan tolerantes con el cigarrillo? Era permitido aún en espacios tan cerrados como un avión. Toda una tortura para un no-fumador viajar en las filas de atrás rodeado de fumadores. ¿Y cómo podía ser tan permisiva con los conductores ebrios, que tantos accidentes causaron?
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¿Cómo podían ellos quedarse quietos ante tantos abusos a mujeres y grupos étnicos, tanto a nivel laboral como doméstico? ¿Por qué les parecía normal discriminar y mortificar a la población LGBTI? ¿Por qué permitían que las industrias y los hogares descargaran sus efluentes tóxicos a los ríos y quebradas, hasta convertirlas en cloacas? ¿O cómo les cabía en la cabeza que destruir un bosque a punta de hacha era señal de desarrollo?
La verdad es que poca gente se quejaba de semejantes irregularidades. Pero esos pocos a través del tiempo fueron convenciendo a otros, y estos a su vez a otros más, y así sucesivamente hasta que, por fin, la sociedad estuvo lista para cambiar.
Y hubo por fin voluntad política para cambiar las leyes y las costumbres. Y los que no estaban preparados para cambiar cada vez eran menos. Porque finalmente se convencían, o simplemente porque morían.
Cabe aquí mencionar una de las más interesantes definiciones de la palabra “civilización”: proceso por el cual las buenas ideas de una pequeña minoría se van convirtiendo en las ideas de la mayoría.
Las generaciones actuales, que tendemos a considerarnos tan evolucionadas, también tenemos hoy actitudes de tolerancia o indiferencia que dentro de unos años serán consideradas totalmente irracionales. Unas vergüenzas injustificables.
Nuestros hijos y nietos nos preguntarán con incredulidad… ¿Cómo podían ustedes aceptar eso? ¿No querían darse cuenta? Y ahora, somos nosotros los que tenemos que pagar la cuenta…
Los ejemplos sobran. ¿Cómo podemos nosotros, tan conscientes, tecnológicos y evolucionados, seguir aceptando la pérdida anual de miles de hectáreas de nuestra Amazonía?
¿Cómo podemos aceptar que las empresas pesqueras de todo el mundo estén arrasando, hasta el punto de no retorno, con numerosas especies de peces y mariscos que nuestros descendientes ni siquiera conocerán? De paso, destruyendo los arrecifes de coral y el delicado equilibrio ecológico del mar. (para mayor ilustración ver en Netflix Seaspiracy).
Por supuesto, hay muchísimos más ejemplos ecológicos, sociales y económicos. Quizá más que los de antes.
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¿Tendremos que confesar a las generaciones venideras que, a pesar de estar (nosotros sí) inundados de información y evidencia, no sabíamos que la cosa era tan grave? ¿O que por malgastar el tiempo viendo series larguísimas en TV o siguiendo la vida de los otros en las distintas redes sociales no encontrábamos el tiempo para prestar atención a lo realmente importante?
Hasta que, algún día, las minorías que hoy sufren por lo anterior y tratan de impedirlo se vayan convirtiendo en mayorías. Solo que eso, tal vez, ya no nos tocará…