En los últimos años, la gastronomía, es decir la comida entendida desde su aspecto cultural, se ha convertido en objeto de estudio y de competencia entre territorios. Nuestra ciudad ha venido desarrollando una serie de apuestas por convertirse en un hub cultural vinculado a grandes eventos – principalmente musicales – olvidando que la imagen de la ciudad se vehicula también por todos los otros aspectos de la hospitalidad y, en particular, la comida.
No entiendo una ciudad que no promueva y busque visibilizar sus mercados, sus comidas populares, que combinan dimensiones culturales, afectivas y económicas. El sector gastronómico, poco organizado realmente, ha dejado que su componente más lujoso ocupe un lugar central en las políticas y en la promoción de la ciudad, porque contar con una gastronomía y unos chefs reconocidos y visibles a nivel internacional es un factor de atractivo turístico del territorio. Pero, la verdad, no representan un motor y muchas veces, hasta desconocen y desprecian al resto del conjunto del sector agroalimentario.
En nuestro medio, la politización de los aspectos culturales de la alimentación, a través de “apuestas gastronómicas”, se produce sin necesariamente aprovechar las tradiciones y la riqueza de nuestros sistemas alimentarios. Las estrategias de apoyo a una cocina local, que se enmarcan en un contexto de lo que algunos llaman nation branding están muy parcializados y olvidan la gran riqueza del sector gastronómico en su conjunto.
En una ciudad que no es capaz de asumir la narrativa de su historia reciente, que la deja en manos de series televisivas y guías de turismo narcoinfluenciadas para maximizar sus ventas, no resulta extraño que repitamos el mismo patrón. Dejar a la mano invisible que ejerza de mediador, fortaleciendo las relaciones de poder, dejando en manos de algunos chefs y de influencers mal formados -y que solo buscan comida gratis- la última palabra de cómo comer bien en Medellín.
La noción de gastrodiplomacia (inventada por la revista The Economist en 2002) permite señalar el surgimiento de un nuevo tipo de política pública que combina cuestiones económicas y culturales en torno a un nuevo objeto: la cocina. Nos invita a repensar las políticas de promoción de la ciudad y sus usos que siguen siendo parcializados. Sin embargo, bien utilizado, este neologismo permite visibilizar un nuevo tipo de política pública que se apoya en el marketing para articular la política económica y la política cultural.
Esta promoción de las economías intangibles y simbólicas se ven entonces como formas de poder blando que permiten eludir la competencia económica frontal y trasladarla a un nivel de la defensa de una identidad local. Esperemos que en estos nuevos vientos que soplan sobre la ciudad, la gastronomía no siga viviendo de la visión de algunos pocos y que construyamos nuestra real narrativa de la transformación, que, obviamente, también pasa por nuestros platos.