Sin embargo, yo denuncio aquí esa hipocresía a favor del sol y el calor, pues en el alma misma de diciembre palpita la más íntima afición invernal; y si no se trata de hipocresía -siempre sucede que a los comentaristas de lo cotidiano se nos va la mano con nuestras caricaturas (véase la columna “Un pobre profesor”)-, por lo menos sí de inconsciente contradicción. Porque, ¿qué es eso de colgar adornos que imitan casas cuadradas de icopor, y a cuyas espaldas se levantan exuberantes palmeras datileras, a solo cinco centímetros de un muñeco de nieve que, cuando se ve a solas, debe tiritar como un condenado? Multiclimático es nuestro diciembre, pues los símbolos que constituyen toda su carne se expresan, a un mismo tiempo, en camellos sudorosos, renos cargados de escarcha, desiertos babilónicos, bosques verdísimos de pinos congelados, paja seca -la que comía la “malvada mula” del villancico-, niños semidesnudos, ancianos vestidos con gruesísimas chaquetas rojas, pastores mediterráneos, viejecitas friolentas que hacen galletitas, ovejas, ardillas, cabras, patos, campanas, bastones, paquetes y etcétera. Eso, sin hablar de los colores, cuya combinación más emblemática es la que, aquí en Medellín, particularmente, resulta más traída de los cabellos: rojo y verde.
Sin embargo, observando con más serenidad tan abigarrada expresión estética, la cosa resulta no solo original sino, también, inteligente. Se supone que la fuerza de los símbolos está en que ellos representan algo no evidente, no expresable o no presente, y de ahí que tenga su chiste empotrar un Papá Noel justo donde ninguna cosa llevaría a esperarlo. Por otro lado, lector, ¿se imagina usted la suprema estupidez -el redundante masoquismo, diría yo- que hay detrás de un decorativo muñeco de nieve puesto en una casa rodeada de toneladas de blancura, frío y muñecos auténticos? Nos hemos acostumbrado a juzgar como normales esas alusiones navideñas de lo frío en medio de nuestro trópico, y posiblemente nunca hemos pensado que esa artesanía ornamental, hecha en su mayoría en el cacareado norte, ha llegado hasta nosotros justamente porque en su lugar de origen era inútil, inexpresiva, obsoleta. En Canadá, un reno de cartón podrá ser algo banal, pero en Vichada cerca estará de ser la octava maravilla del mundo.
Pero, ¿quién necesita un muñeco de cartón para sentirse sobrecogido? ¿Quién, cuando un verdadero milagro relacionado con los emblemas navideños ya ocurrió en nuestro país de zona tórrida? El domingo 6 de noviembre, mientras se conmemoraban los 20 años de cierto abaleo demente, en Paipa caía una variedad especial de proyectil: nieve. El noticiero emisor de la nueva dejaba ver imágenes inéditas: un Lucho Herrera en potencia recogiendo paladas blancas, como si viviera en Boston; una oveja andina desconcertada ante la nevasca; una carreta con papas y cebollas que más parecía un trineo con regalos. En ese momento, los colombianos televidentes sentimos de un modo sublime e inédito la proximidad de la Navidad. El símbolo había sido detonado con fuerza inimitable, desconocida en aquellos países en que la caída de los primeros copos blancos quizá sea vista con indiferencia o rabia, pues me han dicho que, por allá, hay quien llame a la nieve “mierda blanca”.