/ Etcétera. Adriana Mejía
Me encanta un párrafo de Muriel Barbery en La elegancia del erizo, que está en la página 270 y dice así: “Si hay algo que aborrezco es esta perversión de los ricos que consiste en vestirse como pobres, con trapos dados de sí, gorros de lana gris, zapatos de clochard y camisas de flores que asoman bajo jerseís raídos. No sólo es feo, sino también insultante; no hay nada más despreciable que el desdén de los ricos por el deseo de los pobres”. (En realidad quien lo escribió fue la señora Michel, la inolvidable portera del número 7 de la calle Grenelle).
Leí esas palabras y de inmediato las tomé prestadas. Sin permiso y sin intención de devolverlas. Desde entonces, las he venido recordando con tal gusto –y con tal tristeza a la vez, por cuenta de la generalización de ese “desdén”– que muy seguramente su autora se sentiría satisfecha de haber conseguido dar en el blanco; en un blanco, al menos. (Cómo me gustaría tomarme un café tertuliado, de la cafetera de Renee Michel).
Cada que me cruzo con una Lolita, o con una cuchibarbie, o con un gomelo de alta cuna y baja consideración, pavoneándose por el universo de Medellín, con trozos de nalga o de muslo o de rodilla o de pantorrilla al aire, siento vergüenza ajena y ganas de lanzarles la obra de doña Muriel. Y también, debo admitirlo aunque no me guste, siento rabia.
Sí. Rabia de que en un mundo y una ciudad tan compleja e inequitativa como la nuestra, en la que campea la pobreza, los dictados de cierta moda (¿quién la dicta?) obnubilen la conciencia de sus borregos, hasta el punto de convertirlos en presencias insultantes para miles de personas que, muy a su pesar, tienen que salir de sus casas –si es que las tienen– con la ropa rota o, en el mejor de los casos, visiblemente remendada. Es decir, lo que debería ser reflejo de la realidad lacerante que nos rodea, la cotidianidad lo frivoliza. Y, entonces, las carencias de unos, por la magia de birlibirloque se convierten en el exhibicionismo de otros.
Estamos de acuerdo, señora Michel, esa manera esnobista de vestir que tiene Colombe, la hija mayor de los Josse, que se ha extendido como mancha de aceite en la industria del bluyín, en buen castellano tiene una sola definición: irrespetuosa.
Cambiando de tema, otro ejemplo irrespetuoso de los muchos que podría citar en distintos frentes: la perorata que se echó el senador profesional -40 años lleva calentando la curul– Roberto Gerlein, durante una de las discusiones sobre el matrimonio gay. Estas son algunas de las perlas: “Merece repulsión el catre compartido por dos varones, qué horror. Es sexo sucio, asqueroso, sexo que merece repudio. Es un sexo excremental… Y digo varones porque a mí el homosexualismo entre mujeres me tiene sin cuidado”. (¡Avemaría!, si es verdad que su diatriba es producto de la moral conservadora que lo cobija, bastante porosa la tiene).
Al señor Gerlein, como a cualquiera otra persona, lo asiste todo el derecho de estar o no de acuerdo con el matrimonio gay. Cada quien es dueño de sus opiniones y libre de expresarlas. Además, en Colombia, por fortuna, ningún legislador está obligado a votar en contra de sus convicciones. (Que con frecuencia lo hagan por conveniencia, es otro cuento). Lo que sí no tiene derecho es de abusar de la tribuna con la que cuenta para insultar, ofender y señalar sin argumentar más que sus gustos personales. Porque incluso entre los homosexuales discrimina cuando acepta el sexo entre mujeres por considerarlo inane. Qué raro. ¿Será el suyo un caso de homofobia selectiva? No lo sé. Lo que sí, es que su discurso es de un irrespeto rampante.
La verdadera dimensión del vocablo “respeto” se manifiesta en la diferencia. Y se evidencia en la convivencia.
Etcétera 2: ¡Feliz Navidad para todos! Y, por supuesto, mis respetos.
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