Recuento de un encuentro sabio y pantagruélico de cocineros y cocineras populares. Probamos sancocho de gallina, arroz atollado, toyo, trabucos, cuaresmeros y más.
Si digo que fueron mil o mil quinientos los bocados que repartieron, no estoy exagerando. No fue ostentación y mucho menos derroche; se trató de una muy bien pensada repartición de miniaturas de buen sabor servidas con ponderación y estética en totumitas, hojas, canastas y bateas, haciendo gala de aquellos materiales que siempre han acompañado el ajuar de la pobreza y cuya limpieza y estética son sus más auténticas virtudes.
Sin ínfulas, sin protocolos y sin rimbombancias, una cuadrilla de muchachos (hombres y mujeres) estudiantes de cocina repartieron durante las dos jornadas y en perfecta armonía colectiva (sin gritos ni rapiñas) una amplia gama de sabores y consistencias a manera de pasabocas, la cual permitió a todos los asistentes degustar hasta la saciedad chuyacos, subidos, cuaresmeros, trabucos, pandeyucas, torta de pastores, empanadas de cambray, sancocho de gallina, gelatina de pata, arroz atollado, manjar blanco, pollo en su jugo, bizcochuelos, pandebonos, aborrajados, ceviche de camarón, encocado de tollo ahumado, quebrado de pescado ñato y triple con camarón, piangua y toyo.
Juan Pueblo la tiene clara cuando dice “el que quiera más que le piquen caña” y nosotros acotamos: se nos borró el ombligo y nos rayaron la cabeza. Es un hecho, este glosario de sabrosuras de la más auténtica cocina popular vallecaucana y que se oferta de domingo a domingo y de enero a enero en todas las plazas de mercado, terminales de transporte, veredas campesinas y orillas de carretera de los 45 municipios que conforman este departamento, fue el gran eje temático de este magnífico encuentro de reflexión culinaria.
Así las cosas, el jueves 27 y el viernes 28 de septiembre, tuve la fortuna de ser invitado a un encuentro de cocinas regionales organizado por la gobernación del Valle, la Universidad del Valle y la alcaldía de Palmira, denominado Mi Valle, sabe. Durante dos días cocineras y cocineros urbanos y campesinos provenientes de municipios y veredas le dieron cátedra teórica y práctica al público asistente (académicos, estudiantes, agrónomos, comerciantes, dueños de restaurantes, pensionados, amas de casa y políticos) a través de un diálogo respetuoso lleno de vivencias personales. Algunas fueron narraciones de proezas de subsistencia que terminaron felizmente en talleres de producción y que hoy tienen gran reconocimiento por la calidad de su producto; otras tantas fueron escabrosos relatos que nos hicieron reflexionar sobre el trágico conflicto armado que gravitó durante más de medio siglo y que hoy tienen fincadas sus esperanzas en los buenos resultados que han derivado, trabajando con sus cocinas de crianza.
Aclaremos: estos cocineros y cocineras no fueron invitados únicamente a cocinar. No. Ellos también estaban invitados para opinar sobre su interpretación del pasado, del presente y del futuro de nuestro país; todos, absolutamente todos, hablaron del hambre, hablaron de la guerra, hablaron de sus tierras, de sus huertas, hablaron de sus fogones y sin egoísmo alguno también explicaron en detalle sus recetas. Fueron diálogos diáfanos, plenos de enseñanzas sobre sus accesorios, sus herramientas, sus técnicas de cocción y claro está sobre sus mañas y secretos. Para todos ellos su cocina es su riqueza y es su esperanza. La cocina popular colombiana va por buen camino.