/ Etcétera. Adriana Mejía
En las últimas dos semanas he entendido como nunca antes que cuando un oficio se ejerce desde las vísceras, jamás la sensibilidad –que no la sensiblería– dejará de jugar papel protagónico en la historia que se escribe todos los días, con letra menuda y/o con mayúsculas. Lo digo, básicamente –y con conocimiento de causa– por el periodismo, aunque podría mencionar muchas otras profesiones.
Y es que en las últimas dos semanas, a propósito del viaje del primer grupo de víctimas a La Habana, se han conocido o reconocido, según sea el anonimato o el protagonismo de cada víctima, testimonios que las estadísticas han reducido a simples cifras con sus respectivos renglones explicativos al lado.
Muchos de estos recuerdos, que si bien son íntimos afectan a toda la sociedad, ya los conocía por mi trabajo. Sin embargo, me sacudieron por dentro igual que el primer día; cuando todavía no eran recuerdos. Para muestra, estas memorias de guerra con expresión reciente, extraídas del especial “Entre el dolor y el perdón”, publicado por El Tiempo el pasado 17 de agosto:
General Luis Mendieta, tomado prisionero por las Farc en el ataque a Mitú (nov. 1/98): “Fuimos objeto de múltiples violaciones del DIH. En la selva nos encadenaban por parejas 24 horas al día. Nos amarraban con cadenas a los árboles. Otras veces nos metían en esas jaulas… Las Farc crearon unos campos de concentración como los de los nazis… El perdón se debe merecer. Y son los hechos los que demuestran ese merecimiento. Para después pasar a otro proceso, el de reconciliación… Los responsables deben pagar por las violaciones a la normatividad nacional e internacional”.
Jaime Martínez, campesino discapacitado por una mina antipersonal sembrada por las Farc en El Danubio, Meta (marzo 27/05): “Yo llevaba dos yeguas cargadas con cemento para arreglar unos corrales, y cuando llegamos a la mitad del camino ellas se quedaron quietas, las jalé del cabestro y todos salimos volando… El estallido destruyó la tibia y me rompió el peroné. Gracias a Dios di con buenos doctores que me salvaron de tener una prótesis… La reparación y la reinserción tienen que hacerse bien y en simultánea. No queremos ver a nuestros victimarios recibiendo cheques mensuales para que no retomen las armas, mientras esperamos una reparación que nunca llega”.
Martha Amorocho, madre de Alejandro, uno de los muertos que dejó el carro bomba del Club El Nogal, accionado por las Farc (febrero 7/03): “Era la fiesta de la casa, la alegría, la magia. Todo de él está conmigo, todos los días está en mi mente, en mi corazón… La verdadera reparación es el compromiso de que no vuelva a pasar. Porque cualquier reparación es simbólica… pero la obligación de contar la verdad es impajaritable. Si no la sabemos no habrá paz. La justicia, la reparación y el compromiso de no repetición serán mentirosos”.
Constanza Turbay Cote, única sobreviviente de una familia exterminada por las Farc en el Caquetá (junio 16/95 – diciembre 29/00): “Me pregunté para qué quería la vida si lo había perdido todo. Cuando las Farc secuestraron y mataron a mi hermano Rodrigo podía compartir el dolor con mi mamá y Diego, pero si acababan de matarlos también a ellos, ¿con quién iba a seguir mi vida? Era yo la que debía estar muerta… El encuentro entre víctimas y victimarios, con la idea común de la paz, es una oportunidad que no puede perderse… Me niego a seguir siendo víctima. La verdad que espero, me liberará a mí de mi pena y a los guerrilleros, de su culpa”.
Cualquier comentario sobra.
Etcétera: Para reflexionar, estos conceptos: sanación interior; decisión de perdonar y de pedir perdón; exigencia de verdad, justicia y reparación; reconciliación. Y, por sobre todo, respeto para las víctimas que se sienten listas y para las que no. Cada proceso es personal, único e intransferible.