/ Etcétera. Adriana Mejía
En el diluvio universal de la semana pasada, más de una vez nos “bañamos” usted y yo, lo cual, fuera de una gripa segura, es poca cosa al lado de los deslizamientos, las caídas de árboles y las inundaciones que sufrió la ciudad por cuenta de un octubre tormentoso –¿el peor de los últimos años?– que nos tuvo pasados por agua. Pero el aguacero del miércoles 29 sí fue de antología debido a los 45 minutos de intensidad, a los vientos de 100 kilómetros por hora, al granizal de cubos de hielo y al caos en la movilidad.
Medellín, un estanque. Y yo –que saltaba de charco en charco, para colmo, con una camisa verde–, una rana. Saber que tantas canciones, tantos poemas, tantos cuentos y novelas se han inspirado en la lluvia… En la lluvia que se ve a través de la ventana, al calor de una chimenea y en compañía de un buen plan, tal vez. Porque de la que cae sin disimulos, nada romántico se puede esperar, se los aseguro. Menos, a la intemperie.
Por eso, una vez a salvo y recuperada mi temperatura corporal, me di a la tarea de buscar textos que hicieran referencia a naufragios similares al que acababa de superar. Y de los varios que encontré, unos pocos van de muestra:
El primero se me vino a la cabeza, en medio del temporal; fue la estrofa inicial de un poema tan vigoroso como vencido de César Vallejo: Me moriré en París con aguacero,/ un día del cual tengo ya el recuerdo./ Me moriré en París -y no me corro-/ tal vez un jueves, como es hoy, de otoño (Piedra negra sobre una piedra blanca).
Después, el comienzo de un cuento desesperante y desolador de García Márquez: “Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos. No importa –dijo María–. Lo único que necesito es un teléfono” (Sólo vine a hablar por teléfono).
Le siguió un relato torrencial de Juan Bosch, del que resalto este trozo: “Cuando sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de esperar y levantó al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con el agua que le impedía caminar; empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera. A la cintura llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No sabía adónde iba. El terrible viento le destrenzaba el cabello, los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua crecía, crecía. Levantó más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse. Seguía sujetando al niño y gritando: –¡Virgen Santísima, Virgen Santísima! Se llevaba el viento su voz y la esparcía sobre la gran llanura líquida. –¡Virgen Santísima, Virgen Santísima!” (Dos pesos de agua).
No podía faltar José Eustasio Rivera y su inmersión en la selva profunda: “En las rampas, con disciplinada premura, congregábanse los rebaños, presididos por toros mugientes, de desviadas colas, que se imponían al vendaval agrupando a las hembras cobardes, y abriendo en contorno una brecha categórica y defensiva. Las aguas corrían al revés y las bandadas de patos volteaban en las alturas, cual hojas dispersas. Súbito, cerrando la lejanía entre cielo y tierra, descolgó sus telones el nublado terrible, rasgado por centellas, aturdido por truenos, convulsionado por borrascas que venían empujando a la oscuridad” (La Vorágine).
Presagios oscuros, todos ellos.
Etcétera: ¿Agua cero? Me gustaría saber quién fue el genial académico de la lengua que juntó en una las dos palabras y, además, la puso a significar todo lo contrario a lo que, por lógica, significa. ¡Ave de mal agüero!
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