/ Elena María Molina
Se dice que el silencio es la ausencia de ruido cuando cesa la sensación auditiva. Y no voy a referirme a la meditación, que agradezco haber conocido en el momento en que la vida me regaló un alto en el camino, al lado de seres excepcionales (gracias, Dr. Llano). Ni tampoco del silencio frente a la iniquidad insoportable que vivimos, ese es imposible.
Hablo del silencio que aparece en esas pausas donde el sonido del corazón y el lenguaje del alma son intensos.
Quiero hablar de esos días en los que se impone el silencio porque tiene mucho que decirnos íntimamente, cuando, como diría Camus en su discurso en Suecia, “cada artista se hace a sí mismo, silenciosamente, todos los días”. El silencio de una caminada en el campo, el de una pesquería, el del antes de dormir, al despertar…
El ruido nos apabulla, nos impide pensar. El silencio es el momento en el que el alma nos habla con fuerza, no recrimina, nos asalta, se exalta, canta, ama. El silencio habla y no solo adentro, también en sus sutiles expresiones; el silencio agudiza sonidos que pasan desapercibidos.
El silencio grita el hambre del alma a través de la conciencia de la violencia que vivimos, de las dependencias que creamos, de la destrucción que estamos perpetuando de este planeta, nuestro único hogar.
El silencio permite recuperar el mundo imaginal, salirnos de la dimensión física y conceptual y sumergirnos en los caminos del corazón, caminos tenues que dan el verdadero sentido a la existencia. Hacerlo es penetrar en una región maravillosa del ser donde encontramos su verdadero significado, ese que la razón o que los sentidos no nos pueden proveer. ¡El silencio nos permite sanar tantas enfermedades del alma!, esas que ni la bioquímica puede curar.
Poco nos gusta el silencio, ese gran interlocutor que nos conecta con la sabiduría natural en cada ser y la activa. La sabiduría ya hace parte del imaginario, y, si nos descuidamos, podrá ser tema de escritos de ciencia ficción.
El silencio activa la imaginación, activa la vía del corazón, activa las defensas contra la realidad que nos estremece, permite que a través de ese contacto con el alma redescubramos las riquezas íntimas, la riqueza de la tierra que, como espejo, nos permite transformarnos.
El silencio es un principio para verse, sentirse e ir modelando nuevas formas de comunicación, para retomar los valores que permanecen y están ahí, esperando que les hagamos un guiño para emerger con la fuerza de una gran mutación.
En medio de ese silencio interior nos espera la información de nuestro devenir. Ella está ahí para tallarnos, para moldearnos, para conducirnos al conocimiento, a la madre tierra interior. Dicen los maestros: “La naturaleza es la escritura divina”.
Volver al silencio que nos conduce a nuestro ser, al hombre de pie, erguido, cuerpo, alma y espíritu en armonía, para transformar lo que ahora tanto nos duele y nos agobia.
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