Cada año leemos sobre la selección de los mejores restaurantes de la tierra, la que se efectúa en Inglaterra mediante el voto de personas relacionadas con los temas gastronómicos: cocineros, críticos y usuarios calificados. Los premiados son sitios reputados de los cuatro rincones del planeta que han sido escogidos por ofrecer lo mejor de la gastronomía mundial y donde los comensales llegan en peregrinaciones casi religiosas.
Pero si usted le pregunta a un ciudadano común y corriente de un pueblo: “¿En dónde se puede encontrar la mejor comida de la tierra?”, es probable que no sepa de la existencia de esos encumbrados restaurantes y, más bien, lo dirija a uno situado a la orilla de la carretera que transita cuando va a la capital, donde los medios de transporte intermunicipales hacen paradas para desayunar, almorzar y cenar.
Frente a los fogones de estos restaurantes no va a encontrar egresados de las escuelas culinarias de moda sino personas sencillas, quizás del vecindario, que aprendieron a cocinar mirando a sus madres o abuelas y que son las poseedoras de aquellos secretos necesarios para la elaboración de platos con ese sabor típico local que ofrecen para el disfrute de sus clientes.
En ellos no hay cartas sofisticadas en varios idiomas; es muy probable que el menú sea descrito por quien atiende al visitante o que esté escrito con tiza en un tablero negro pegado en la pared. Puede incluir algo así como sancocho de gallina, carne (o pollo) al horno con papas, bistec a caballo, pescado frito, frisoles con garra, mondongo, empanadas, ensalada de lechuga, cebolla y tomate, aguapanela, mazamorra con leche y dulce, etcétera.
Pero en ellos también es posible comprar “casaos”, como algunos que hace poco me recordó un amable lector de esta columna, cuando escribí sobre los maridajes: para desayunar, chocolate con pandequeso migado; para la media mañana, bocadillo de guayaba con quesito; como tente en pie o algo, arepa con quesito; si hace mucho calor, aguapanela con limón; si se viaja con niños muy pequeños, se pide que le preparen un tetero de aguapanela con leche; como postre, brevas con arequipe; en cualquier momento del día o de la noche, café con leche y empanadas o papa rellena, puesto que no hay tienda de pueblo o parada de buses que no los venda. Y también otros “casaos” como chorizo con arepa (chorizos siempre calientes gracias a un bombillo prendido permanentemente dentro de la vitrina del mostrador, mientras que las arepas estarán frías, no importa; arepa con aguacate, fruta de la que, a propósito, se dice que para ser perfecta solo le faltó traer arepa en vez de pepa.
Para terminar, es pertinente comentar que el tema de hoy me lo inspiró el libro Nuestras picadas de carretera, de Juana Muzard, adquirido durante mi reciente viaje a Chile. En él, la autora y sus colaboradores recopilan información sobre los 45 restaurantes más emblemáticos que encontraron durante un recorrido por ese país.
En cada uno de ellos sirven platos que identifican cada región o pueblo circundante. Me encantaría poder llevar adelante en Colombia un proyecto similar.
Si desea hacer algún comentario o compartir el nombre y localización de su restaurante de carretera favorito, favor enviarme un email a [email protected]
Buenos Aires, junio del 2012.
[email protected]
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