/ Etcétera. Adriana Mejía
A propósito de la VII Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín que, felizmente, ya está que nos atropella con la magia de las palabras, esta pequeña historia:
Fulanita amó los libros antes de saber que los amaba.
Tendría unos tres años –recuerda ella– cuando se comió la pequeña y variopinta biblioteca de sus hermanas mayores que ya iban al colegio. Sí, se la comió; así como suena. Dibujo por dibujo, página por página. Sin que nadie sospechara nada, ni siquiera su mamá que, preocupada con ratos de tanto silencio inusual, le daba vuelta a la niña con frecuencia para constatar que lo único que la mantenía quieta era observar las figuras de colores de los cuentos, ordenarlos en fila india por tamaños, hacer casitas para las muñecas, recostarlos a la pared a manera de zócalos… Imposible entretenimiento más inofensivo, se decía la mamá, a pesar de saber que lo hacía al “escondido”. Porque empinarse a coger las publicaciones tabús de la repisa rosada estaba prohibido por sus hermanas, con el argumento de que todo lo que cogía lo dañaba.
Hasta que cierto día, ¡zuas!, el planeta imaginario que Fulanita había creado poco a poco con “las manzanas del paraíso” explotó en partículas diminutas que se esparcieron por el universo de esa habitación que no le pertenecía. Sus hermanas llegaron antes de tiempo porque alguna cosa se conmemoraba en el colegio. La mamá no estaba en la casa y ella se encontraba de barrigas en el piso degustando a “Guillermito, tigre malo”, la historia que la víspera la había hecho volar por esa zona crepuscular que ondea entre el sueño y la vigilia, arrullada por la entonación de sus padres que se turnaban para leerles en voz alta. (Casi siempre se comía el cuento de la noche anterior).
Luego de haberla pillado en flagrancia y puestas a revisar, descubrieron los desastres causados por la ratona de biblioteca al interior de otras pastas duras y… ¡estalló la guerra mundial! Con la cola de “Guillermito” colgándole todavía de la boca, sacaron a Fulanita a empujones de la habitación y le tiraron la puerta en la nariz. Y, claro, pusieron la queja.
El papá, un lector compulsivo y amoroso que cada sábado por la mañana regalaba un cuento nuevo a las dos acusetas, y a mi amiga un cuaderno para colorear, les dio a las tres una lección elemental y sabia: “Esconder los libros, hijitas, no es protegerlos; es obligarlos a guardar silencio. Morderlos, igual, porque los pobres se quedan sin secretos para contar. Y, entonces, se mueren de tristeza”. Y el asunto quedó zanjado.
Las mañanas de los sábados siguieron siendo las más esperadas. Tres nuevas obras infantiles llegaban en un viaje sin escalas, de la librería de don Rafael Vega –recuerda mi amiga– hasta la casa de las lectoras en potencia, para que cada una las disfrutara a su manera, siempre y cuando esta no afectara la de las otras dos, y la de los niños vecinos que iban a pedirlos prestados o a hacer consultas o tareas. Ni las mayores volvieron a esconder los vistosos cuadernillos, ni la menor se los volvió a comer. A partir de la posguerra los libros de su casa fueron de quien los necesitara. Al día de hoy siguen entrando y saliendo sin que nadie cobre peaje por ello.
Etcétera: Fulanita, quien ya es adulta, no se come los libros, ¡se los devora!, doy fe de ello. Ese placer se le grabó por siempre en aquel oído que está situado detrás del oído: el de la conciencia. Porque cuando el aprendizaje de la lectura se plantea no sólo como la mejor manera, sino como la única de verse transportado a un mundo anteriormente desconocido –lo dice Bruno Bettelheim en “Aprender a leer”– entonces la fascinación inconsciente del niño ante los acontecimientos imaginarios y su poder mágico apoyarán sus esfuerzos conscientes por descifrar, dándole fuerzas para dominar la difícil tarea de aprender a leer.
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