/ Etcétera. Adriana Mejía
En la casa siempre hubo libros, de la manera natural como también hubo flores, cuadros, cojines, triciclos, perros… Hacían parte del diario vivir, más que las muñecas. Los libros de cuentos ilustrados de las hermanas eran una verdadera y permanente fiesta a la que no era invitada, pero no se perdía. Hasta que entró al colegio y aterrizó de barrigas. Allí eran escogidos por otros para su obligada lectura y, peor aún, eran objeto de posteriores informes que, según coincidieran o no con las apreciaciones subjetivas del profesor o profesora de turno, obtenían calificación en azul si eran aprobados o, en rojo, si eran reprobados (fueron muchos los rojos que inclinaron su balanza hacia el lado equivocado, según las monjas). La manera más efectiva y veloz de convertir un acto individual de libertad en un acto colectivo de privación de la misma. Muchas de las compañeras abandonaron el barco de las letras, como consecuencia de ese rayón que casi todos los centros educativos han tenido en sus discos duros. Tremenda pedagogía, ¿no? (se salvó, gracias a la biblioteca familiar que, con los brazos abiertos y sin barreras, daba la bienvenida a sus vacaciones). “¿Qué quiso decir el autor cuando dijo tal o cual cosa?” ¡Horror!
En eso pensaba, camino al Jardín Botánico, la semana pasada. Me llevó muchas horas -el día entero-, el recorrido por la Fiesta del Libro y la Cultura (escribo esta columna antes de que el evento termine y antes de conocer balances que, entre otras cosas, poco me interesan). Fui feliz, el hambre y el cansancio solo se manifestaron cuando comenzó a oscurecer y ya nadie podía quitarme lo bailado. Y lo fui, en primer lugar, por cuenta de ese banquete de libros organizado por sabores: editoriales independientes, editoriales universitarias, librerías, distribuidores… que, de antemano, me hacían saborear lo que vendría; solo por el aroma (o lo que debería evitar, también por el aroma). Libros para mirar, tocar, oler, escuchar… Para sentir, de acuerdo a sus características: novedades, promociones, reediciones, clásicos, leídos, antiguos, recién salidos del horno… En fin, que cada uno es único y merece atención, incluso para rechazarlo, lo cual es también una decisión autónoma y consciente, independiente de lo que digan reseñadores, críticos y promotores. El asunto es entre el libro y uno, aunque no se puede desconocer la labor de los intermediarios para saber de su existencia y/o para aportar elementos de juicio.
Fui feliz observando cómo la loca pasión de un puñado de auténticos libreros, la de un puñado de editores interesados en la calidad antes que en el bolsillo, la de un puñado de bibliotecas que se ocupan de que los libros rueden entre quienes no pueden adquirirlos y la de un montón de lectores nóveles y reincidentes, que ponen el colofón al ciclo, sirven de cimientos para la torre de babel que habita la lectura: el país del siempre jamás.
Y fui feliz, también, con la algarabía general, con los músicos callejeros y los de conservatorio, con los niños coreando actividades lúdicas y los enjambres de estudiantes adolescentes haciendo cuentas y juntando platas para comprar algún título en oferta (o alguno que llevaban anotado en un papelito). Ojalá a todos ellos les protejan y estimulen ese entusiasmo, los adultos. Dejándolos leer lo que quieran, como quieran y a la hora que quieran. El gusto por la lectura no se impone; se cultiva.
“La lectura se puede convertir en una gran experiencia, mientras te acompañen y te ofrezcan los recursos. Y ofrecer los recursos no es que te entreguen un libro y te digan que apagues el televisor para que lo leas. Significa más bien que descubran qué te genera interés y que te pongan libros alrededor con esas temáticas…”, dice –porque lo sabe- Luis Bernardo Yepes, jefe de Bibliotecas de Comfenalco.
Etcétera: Eso es lo que está haciendo en la ciudad la Fiesta del Libro: ofrecer un abanico de posibilidades para que cada quien trate de encontrar las respuestas a sus preguntas. ¡Buena esa!