/ Etcétera. Adriana Mejía
Sin escribir puedo pasar. Me hace falta, pero sobreviviría. No así sin leer. Sería como dejar de respirar. Hojas parroquiales, listas de mercado, el directorio telefónico, indicaciones y contraindicaciones, lo que sea. Ojalá libros. Los saboreo en cualquiera de sus presentaciones: medio magnético o físico. Aunque si puedo escoger, aún me quedo con el sonido de las hojas, el olor de la tinta, la piel del papel…
Las semanas de receso me permitieron actualizar lecturas pendientes. Por el disfrute de hacerlo. Terminé, por ejemplo, un mamotreto –lo digo por lo grandote– que no tiene el título que se merece. El lado oscuro del amor, remite a un culebrón venezolano antes que a una de las publicaciones más aclamadas por la crítica alemana en los últimos años. No tiene nada que ver con el realismo mágico –la suya es una realidad pura y dura–, sin embargo mi relación con ella fue muy parecida a la que tuve con Cien años de soledad la primera vez. Por aquello de los árboles genealógicos repletos de ramas, hojas y hasta flores, varias veces tuve que devolverme para deshacer los nudos de nombres, apellidos y parentescos que se me formaban. Los Mushtak (católicos) y los Shahin (ortodoxos) son las dos grandes zagas familiares, enemigas entre sí, en las que se asienta esta novela río de Rafik Schami. De pronto hasta se pudo haber llamado Los amantes de Damasco, puesto que es el amor prohibido entre Farid y Rana (Romeo y Julieta a lo damasceno) lo que le permite al autor urdir un tapete inmenso de historias que, si bien tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo pasado, encuentran sus raíces en épocas del imperio otomano y brindan elementos de juicio a quien esté interesado en entender un tris las complicadas relaciones entre sirios y libaneses y árabes y, mejor dicho, entre todos los habitantes del Medio Oriente y entre ellos con Occidente. Aunque al libro le sobran pormenores que ralentizan el ritmo de la lectura, el aporte de Schami a la literatura y a la comprensión del mundo está asegurado.
Una buena experiencia, lo que no me sucedió con El mapa y el territorio, un título pasado por agua. Luego de dos años de guardarlo en las profundidades de la mesa de noche, decidí meterle el diente, curiosa por el aura que rodea a Michel Houellebecq. Premio Goncourt 2010, que no es cualquier cosa; primer puesto en los libros más vendidos de Francia, que tampoco lo es; la intellegentia crítica internacional unida en una sola garganta al grito de “Houellebecq, el mejor escritor francés y uno de los tres mejores de Europa”, madre mía. En materia de gustos… No quedé con ganas, por ahora, de ahondar en este portento literario. No porque me hubiera parecido mal narrado o mal interpretado el recorrido vital de Jed Martin, fotógrafo y pintor que hace las veces de protagonista, sino por el afán tan evidente que tiene el autor de desplegar erudición párrafo tras párrafo. Desde la abstracción que busca hacer del territorio con los mapas de la Guía Michelín, desde el conocimiento aséptico que tiene del arte, desde la despersonalización de sus relaciones, desde la distancia con la que retrata la fatuidad de galeristas y merchantes, desde el brusco viraje que da a la historia antes de terminar, desde el cuestionamiento que hace a la sociedad de hoy día, desde el lado que se le mire es una novela (ensayo) que da la sensación de haber sido escrita para descrestar comentaristas. Ahí perdonan la herejía, solo que el propio autor, gracias al retrato que hace de ciertos gurús de la cultura, títeres de intereses comerciales, me sirvió en bandeja los argumentos para sospechar que su tal grandeza –la de MH– también está hecha sobre pedido.
Etcétera: Que los próximos once meses traigan lo mejor a todos los lectores.
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